“No se muere ni se nace, sino que se continúa contemplando desde el mar y la tierra”
SÉ QUE TE VA A DOLER ESTE recuerdo más que otros.
Cuando te lo mencione te quedarás transida,
como si el mar te hubiera golpeado
con su garfio de espuma.
Pero es bueno que hablemos
de padre y de su muerte
para drenar del
corazón tanta resina seca.
Aquel amanecer no tuvo pájaros cantores.
Sabes bien que los pájaros no cantan si se sufre.
Pero sí estaba marzo con su lluvia caliente,
una agua sin edad
dispuesta a no empaparnos.
Lo malo de esta muerte es que se hizo mariposa
y no pudimos atraparla.
Se nos perdió entre la lluvia
como se pierde un niño ciego
en pleno temporal.
Mas, ¿y los pájaros?
Me duele no saber en qué ciudad,
qué calle, qué mañana volveremos a verle
apoyado en la esquina de un lejano cielo.
Qué ángel lo encadena con maroma de sal
a la cancela de esa puerta que no se abre nunca.
Lo peor es si allí también llueve de noche
y el pájaro guardián no avisa
que el lodo sube hasta el tobillo,
que hay que levantarse
a encender una hoguera con paja de pesebre,
para templar siquiera un cuenco
de leche de cabrita.
Cuántas preguntas y Dios siempre callado,
tocando un arpa tan distante
que apenas se la oye. Él tampoco nos ve.
Él no sabe que ahora está lloviendo,
que al mando del paraguas le crecen los latidos,
un reguero de sangre que sube hasta tu brazo.
No sabe
que, en esta larga calle de la vida,
estamos tú y yo
atentas a que un pájaro nos cante
que a padre se le siente regresar.
(Ángela Reyes)