Charles Perrault nació
en París, el 12 de enero de 1628 y murió en
el mismo lugar el 16 de mayo de 1703. Fue un escritor
especialmente conocido por haber dado
forma literaria a cuentos clásicos infantiles y tan conocidos como puedan ser Caperucita Roja o El gato con botas. Hay que señalar que estos cuentos no han llegado a
nuestros oídos de la misma manera de la que eran originarios. Asombraría la
crudeza con la que ellos se transmitían en sus orígenes de forma oral. Perrault
los atempera, de manera que pueden ser mucho más idóneos para el público
infantil al que van destinados, en su mayoría.
Venía de familia adinerada; su
padre, Pierre, era abogado, y todos sus hermanos fueron distinguidos por algo.Charles comenzó a estudiar
literatura en el Collège de Beauvais, hasta que, rebelde y seguro de sí mismo, decidió pelearse con sus maestros, que
finalmente le permitieron que se
encargara él mismo de sus estudios.
Obtuvo su título de licenciado en
derecho en Orleans en 1651 (otro más…), y marchó a París .En 1654 su hermano
fue nombrado intendente jefe de las construcciones reales y Charles se convirtió en su secretario.
Empezó a ganar reputación literaria
aproximadamente en 1660 con algunos versos
ligeros y poesías amorosas. A partir de ahí dedica el resto de su vida al estudio de la
literatura y las artes.
Por hoy lo dejamos aquí, y en la
próxima entrada haremos mención a los aspectos más importantes de su vida.
Vamos a leer uno de sus cuentos. Es muy divertido, refleja la vanidad de los hombres, a los que a veces nuestra ambición nos hace perder importantes oportunidades.
Hago a una alusión al Dios Júpiter, para quien no se acuerde de
cuál era el papel de este Dios de la mitología: Hijo de Saturno y Ops, fue la deidad suprema
de la tríada capitolina integrada además por su
hermana y esposa, Juno, y su hija, Minerva. Como a
todo Dios de la mitología, se le representa con sus atributos que son el águila, el rayo y el cetro. En la mitología griega es conocido como Zeus.
En sus orígenes, a Júpiter se le considera dios del cielo y, por tanto, se le asocia con el clima y los ciclos agrarios. Por ello, el autor le ha
escogido en la historia del aldeano. Posteriormente fue protector de la confederación de ciudades
latinas, hasta que con el tiempo adoptó atributos acordes al Estado romano,
la justicia, las leyes, y el mundo del derecho en general.
Que lo disfrutéis. Un beso y
hasta la semana próxima.
Imagen de un cuadro del pintor Juan Pedro López Ramos
Los deseos
ridículos
Vivió en una aldea de Francia,
hace muchos años, un pobre campesino a quien la suerte castigaba de todas
maneras. Trabajo que comenzaba, trabajo que terminaba por ser un fracaso. Si
sembraba las tierras, era seguro que el viento o las heladas tronchaban los
débiles tallos de las plantas antes de que llegasen a su total madurez. Si se
dedicaba a la ganadería, alguna epidemia diezmaba sus rebaños. Aunque su buena
disposición de ánimo hacía que se esforzara por sobrellevar los contratiempos,
no siempre conseguía vencer a la desesperación. Y como es humano que suceda,
terminó por hablar solamente de su mala suerte y no abrir la boca sino para
renegar de ella.
—
¡Será posible — se decía — que mientras otras personas
ven compensada su vida por igual cantidad de éxitos y fracasos, yo no pueda,
cuando menos, decir lo mismo! ¡Será posible que haya otro como yo que jamás en
su vida haya visto satisfecho un deseo!
Muchas mañanas, cuando la aurora
anunciaba la próxima salida del sol, se levantaba de su rústica cama dispuesto
a no salir de la casa.
— ¿Para qué he de salir
—dialogaba consigo mismo—, si sé que, haga lo que haga,
no lo llevaré a buen término?
Pero en seguida, pensando que tal
vez su suerte cambiaría de un momento a otro, marchaba, ya a la huerta, ya al
monte; dispuesto a iniciar algún trabajo. Un día que su ánimo era mejor que en
otras oportunidades, se dirigió a un bosque cercano en busca de leña. Llevaba
un largo rato golpeando con el hacha en el grueso tronco de un árbol cuando una
luz muy fuerte hirió su vista. Llevose las manos a los ojos; luego las separó
poco a poco para mirar hacia todas partes. Su sorpresa aumentó entonces al ver
a su lado al dios Júpiter, el que estaba empuñando una gran cantidad de rayos y
centellas, que eran lo que provocaba la inusitada claridad.
Temeroso de que la presencia del
dios anunciara para él una desgracia mayor que todas las anteriores, el aldeano
se arrojó al suelo y exclamó suplicante:
— ¡Señor, no me hagas daño! ¡De
ahora en adelante procuraré resignarme con mi
suerte!
— Nada temas, buen hombre
—respondió Júpiter—: no he venido a descargar sobre tus hombros una desgracia
más. Por el contrario, considerando fundadas tus continuas quejas, deseo tratar
de remediar tus males. Para ello me comprometo a concederte como gracia las
tres primeras cosas que pidas. Elige, pues, lo que desees; pero piénsalo bien
antes, ya que de tu pedido pueden depender la suerte y la felicidad a que
aspiras.
Desapareció Júpiter y el aldeano
pensó durante un largo rato si la extraña aparición no habría sido producto de
su fantasía. Pero poco tardó en convencerse de que todo era muy cierto, al ver
que algunas plantas se habían chamuscado al contacto con los rayos y centellas
que el dios tenía en las manos. Cargó, pues, sobre los hombros varios haces de
leña, y radiante de júbilo tomó el camino de su casa, deseoso de llegar cuanto
antes para enterar a su esposa del extraordinario encuentro que había tenido.
Era largo el camino que conducía
a su cabaña; calurosa la mañana... Pero el aldeano, pensando sólo en la
felicidad que le aguardaba, no se preocupaba de los inconvenientes de la
marcha. Hasta le parecía que todo era alegría en torno suyo; que aquellas
mismas gentes que antes odiaba y envidiaba por su suerte, eran simpáticas y
buenas. . . Lleno de un optimismo en él desconocido, llegó a su casa y empujó
la puerta.
Su mujer, que no recordaba
haberle visto nunca con tan buen estado de ánimo, pretendió saber la causa de
su alegría, y el aldeano le contó el encuentro que había tenido con el poderoso
dios Júpiter. De inmediato el matrimonio comenzó a trazar planes y proyectos.
Que tal cosa era buena; que tal otra mejor. Y de esta manera, cuando creían
haber dado con algo que constituiría una felicidad completa, lo desechaban
pensando hallar algo mejor; lo que algunas horas antes hubiese significado para
ambos un don del cielo, les parecía en ese momento que no era digno de ser
solicitado. Y así, llegaron a pensar que los tres dones otorgados por el dios
eran muy pocos. Tanta era la ambición que se había adueñado de sus almas.
Cuando el matrimonio comenzaba a
desanimarse, la mujer exclamó:
—Se me ocurre que siendo tan poco
lo que te ha concedido el dios, lo mejor es que nos tranquilicemos y que esta
noche, cuando estemos acostados, lo consultemos con la almohada.
—Estoy de acuerdo contigo
—respondió el aldeano—; pero antes debemos festejar el acontecimiento comiendo
y bebiendo como corresponde a un matrimonio que tiene al alcance de su mano las
mayores felicidades.
Dispuestos a celebrar la próxima
dicha, marido y mujer se sentaron a la mesa. Comieron sobriamente, pues eran
muy escasas sus provisiones, y bebieron poco y no de lo mejor, pues el vino que
tenían era de bastante mala calidad. Cuando el aldeano hubo vaciado el último
vaso, exclamó llevado por su insaciable apetito:
—Pienso que no está en relación
con nuestra futura vida la comida que hemos tenido. No sé si es que el vinillo
me ha abierto el apetito, pero te aseguro que de buena gana me comería ahora
unas cuantas morcillas. Apenas dijo estas palabras, entraron por la ventana
abierta, volando como palomas, una sarta de morcillas que se fue aproximando a la
mesa, hasta quedar colocadas en el centro. La mujer dejó escapar un grito al
comprender que la extraordinaria aparición de las morcillas respondía a la
expresión del primer deseo.
— ¡Insensato! — Exclamó
dirigiéndose a su esposo —, tu desmedido deseo de comer ha sido castigado. ¿A
quién se le habría ocurrido pedir una sarta de morcillas en lugar de solicitar
un castillo, un tesoro que nos hiciese riquísimos, o alguna otra cosa por el
estilo?
Comprendió el hombre la razón de
las palabras de su mujer, y no viendo ya remedio, respondió:
—Estoy de acuerdo contigo en que
hice mal, pero sólo puedo reconocer mi necedad y torpeza. Te prometo que de
ahora en adelante tendré mayor cuidado.
Estas palabras no llegaron a
calmar el enojo de la mujer. Su mal carácter, sumado a la resignación que
demostraba su esposo, la encolerizaron más. En lugar de callarse, continuó
reprochando al aldeano su falta de sentido común.
—¡Tonto, más que tonto! — repetía
—. ¡Pensar en comer cuando podríamos haber
sido los más ricos de la tierra!
Durante más de una hora no se oyó
en la casa más que la voz de la mujer. Hablaba insensatamente repitiendo una y
mil veces que su esposo era tal cosa y tal otra. Y
el aldeano, que al principio
permaneciera callado, terminó por cansarse y exclamó fuera de sí:
— ¡Calla de una vez, demonio!
¡Deja de hablar de las morcillas!
Y como su esposa no le hizo caso,
continuó enojado: — ¡Ojala se te prendieran a la nariz, para ver si de esa
forma dejabas de hablar! En el acto, abandonando la fuente donde estaban, las
morcillas describieron una vuelta en el aire y se prendieron a la nariz de la
aldeana.
Dándose cuenta de que su deseo se
había cumplido, el aldeano, que en el fondo era un buen hombre, se arrepintió
de las palabras que acababa de pronunciar. Callada su mujer, a causa del
extraordinario apéndice nasal que la adornaba, empezó a pensar: «yo pediría,
como tercera gracia, ser un noble caballero, dueño de hermosísimos palacios; o
el rey más poderoso de la tierra y que la reina fuese mi mujer. ¿Pero cómo es
posible que ella quiera ser reina teniendo tan descomunal nariz? Seguramente
que preferirá seguir siendo una aldeana humilde y pobre con una nariz normal,
antes que una reina con semejante agregado en la cara. Lo mejor es que lo
consulte con ella.»
Y dicho y hecho: le explicó a la
aldeana cuáles habían sido sus pensamientos. La mujer, sin ánimo ya para pensar
en otra cosa que no fuese ella misma, escuchó sin chistar las palabras de su
esposo. Y considerando que era mejor ser aldeana linda que reina muy fea, así
se lo dijo a su esposo. Entonces el aldeano solicitó mentalmente a Júpiter que
volviera al estado normal la nariz de su compañera. Y de ahí que el pobre
aldeano que se quejaba siempre de la mala suerte, no pudo ser rico, ni
poderoso, y debió continuar viviendo en la cabaña, en lugar de habitar en un
palacio, rodeado de comodidades y riquezas. Y es que en realidad, a él, como le
sucede a muchos hombres, lo alucinó la ambición desmedida y no supo aprovechar
la suerte que el dios Júpiter había puesto al alcance de su mano.