lunes, 24 de junio de 2013

CHARLES DICKENS (I)




Hoy vamos a ver un cuento de Charles Dickens. Es bastante largo, así que no me voy a detener en hablar de su autor; lo haré en otra ocasión.
Es un cuento con un tinte de misterio. Espero que os guste.




EL GUARDAVÍAS




-¡Hola, el de ahí abajo!
Cuando escuchó una voz que le llamaba de esa manera estaba de pie en la puerta de la caseta, con una bandera en la mano enrollada alrededor de un palo corto. Teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, cualquiera hubiera pensado que no podía dudar con respecto al lugar del que procedía la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, donde estaba yo, de pie sobre un empinado desmonte situado justo encima de su cabeza, se dio la vuelta y miró hacia la vía. Había algo especial en la forma en que lo hizo, aunque yo no pudiera captar de que se trataba exactamente. Lo que sí se es que fue lo bastante notable como para llamar mi atención, a pesar de que su figura, situada abajo, en la profunda zanja, se encontraba un tanto lejana y ensombrecida, y yo me hallaba muy por encima de él, tan de cara al resplandor de un furioso ocaso que tuve que protegerme los ojos con la mano antes de poder verlo.

-¡Hola, ahí abajo!
Él seguía mirando la vía, pero volvió a darse la vuelta y, al levantar la vista, me vio allí arriba.
-¿Hay algún camino por el que pueda bajar para hablar con usted?
Miró hacia arriba sin responder y yo le contemplé sin querer presionarle repitiendo mi tonta pregunta. En ese preciso momento se produjo una vaga vibración en la tierra y el aire, que se convirtió rápidamente en una pulsación violenta y en una embestida que me obligó a retroceder para no caer abajo. Cuando se deshizo el vapor que se había elevado hasta mi altura desde el tren que pasó velozmente, y empezó a desvanecerse en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y pude verle enrollar en el Palo la bandera que había extendido durante el paso del tren.
Repetí la pregunta. Tras una pausa durante la cual pareció contemplarme con gran atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unos doscientos o trescientos metros de distancia.
-¡Entendido! -le grité dirigiéndome hacia ese lugar.
Allí, a fuerza de examinar cuidadosamente la zona, encontré un tosco camino que descendía en zigzag, en el que habían excavado una especie de escalones, y bajé por él.
La zanja era extremadamente profunda e inusualmente inclinada. Había sido excavada en una piedra viscosa que se iba volviendo más rezumante y húmeda conforme bajaba. Por ese motivo el camino se me hizo lo bastante largo para recordar la sensación singular de desgana y obligación con la que me había indicado donde estaba.
Cuando bajé por el camino en zigzag lo suficiente, vi que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar aguardando mi aparición. Con la mano izquierda se tocaba la barbilla y descansaba el codo de ese brazo sobre su mano derecha, cruzada junto al pecho. Su actitud me pareció tan expectante y vigilante que me detuve un momento, extrañado.




Reanudé mi avance, llegué a la altura de la vía y al acercarme más a él vi que era un hombre de tez pálida y pelo oscuro, de barba negra y cejas bastante pobladas. Su puesto se encontraba en el lugar más solitario y triste que yo hubiera contemplado nunca. A ambos lados, un muro hecho de piedra mellada que goteaba humedad, impedía toda vista salvo la de una franja de cielo; por un lado, la perspectiva sólo era una prolongación curva de aquel calabozo enorme; la perspectiva por la otra dirección, mas corta, terminaba en una sombría luz rojiza y en la entrada, todavía más sombría, de un túnel negro, cuya arquitectura maciza creaba una atmósfera bárbara, deprimente y repulsiva. Era tan escasa la luz del sol que llegaba hasta allí que producía un olor terroso y letal, y tanto el frío viento que corría por la zanja que llegué a estremecerme, como si hubiera abandonado el mundo natural.
Me acerqué hasta él lo suficiente para tocarle antes de que se moviera. Ni siquiera entonces apartó su vista de la mía, pero dio un paso atrás y levantó una mano.
Le dije que ocupaba un puesto bastante solitario, y que había llamado mi atención cuando le vi desde allá arriba. Añadí que suponía que le resultaría raro tener visitantes, pero esperaba no obstante ser bienvenido. Que en mí debía ver simplemente a un hombre que habiendo estado toda su vida encerrado en unos límites estrechos, y sintiéndose libre por fin, se le había despertado recientemente el interés por las grandes obras. Le hablé en ese sentido, aunque estoy lejos de encontrarme seguro de que fueran ésos los términos utilizados; pues aparte de que no se me da muy bien iniciar una conversación, había en aquel hombre algo que me intimidaba.

Dirigió una curiosísima mirada hacia la luz roja situada cerca de la boca del túnel, permaneció con la vista fija en ella durante un rato, como si le faltara algo, y después volvió a mirarme. Le pregunté que si la luz formaba parte de sus obligaciones.
-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.
Contemplando su mirada fija y aquel rostro melancólico pasó por mi mente el pensamiento monstruoso de que se trataba de un espíritu, y no de un hombre. Desde entonces he pensado muchas veces si no habría algún problema en su mente.

En ese momento fui yo el que retrocedió, pero al hacerlo detecté en su mirada un miedo latente hacia mí y con él desapareció mi pensamiento monstruoso.
-Me está mirando como si me tuviera miedo -le dije, obligándome a sonreír.
-Estaba pensando si lo había visto antes -replicó él.
-¿Dónde?
Señaló hacia la luz roja que había estado mirando.
-¿Allí? -volví a preguntar yo.
Respondió afirmativamente (aunque sin emitir sonido alguno) mientras me miraba con intensidad.
-Mi buen amigo, ¿qué podía hacer yo allí? No obstante, puedo jurarle en cualquier caso que nunca he estado en ese lugar.
-Así lo creo -replicó él. - Sí, estoy seguro.
Su actitud se volvió entonces más tranquila, lo mismo que la mía. Contestó a mis observaciones con prontitud y con palabras bien elegidas. ¿Tenía mucho trabajo allí? Sí; bueno, era una forma de decirlo, tenía desde luego una gran responsabilidad; pero lo que se requería de él era exactitud y vigilancia, mientras que trabajo de verdad, es decir, trabajo manual, apenas existía. Lo único que tenía que hacer era cambiar la señal, arreglar las luces y girar la manivela de hierro de vez en cuando. Con respecto a las largas y solitarias horas que tan pesadas me parecían a mí sólo podía decirme que se había adaptado a la rutina de esa vida y se había acostumbrado a ella. Allí abajo había aprendido una lengua, aunque sólo a leerla, haciéndose alguna idea aproximada de su pronunciación, si es que a eso podía llamarse aprender lenguas. Había trabajado también en fracciones y decimales y probado un poco con el álgebra, pero era, igual que había
sido de niño, bastante torpe para las cifras. Cuando estaba de servicio era necesario que permaneciera siempre en aquel canal de aire húmedo y no podía subir nunca hasta donde lucía el sol, por encima de aquellos elevados muros de piedra? Bueno, eso dependía de los momentos y las circunstancias. En ciertas ocasiones había menos movimiento en la vía que en otras, y lo mismo podía decirse de ciertas horas del día
y de la noche. Cuando el tiempo era bueno, elegía esos momentos para elevarse un poco por encima de las sombras inferiores, pero como en cualquier momento podían llamarle con la campana eléctrica, y en esas ocasiones prestaba atención para escucharla con renovada ansiedad, el alivio que obtenía era menor del que yo podía suponer.






Me condujo hasta su caseta, donde había una chimenea, una mesa para un libro oficial en el que tenía que anotar determinadas entradas, un instrumento telegráfico con su dial, cristal y agujas, y la pequeña campana de la que había hablado. Al confiarle yo, rogándole que me excusara el comentario, que me había parecido muy bien educado, y quizás (y esperaba decirlo sin ofenderle), educado por encima de su posición, observó que no era raro encontrar ejemplos de ligeras incongruencias en ese aspecto dentro de los grandes grupos humanos; que había oído que así sucedía en los talleres, en las fuerzas de policía, a incluso en el último recurso de los desesperados, el ejército; y que sabía que también sucedía así, en mayor o menor medida, en cualquier importante estación de ferrocarril. De joven había sido estudiante de filosofía natural y había asistido a conferencias (si podía yo creerle al verlo sentado en aquella cabaña, pues él apenas podía); pero se había desencadenado, había utilizado mal sus oportunidades, y había caído para no volverse a levantar de nuevo. No tenía queja alguna al respecto. Él mismo había hecho la cama sobre la que se había acostado, y era ya demasiado tarde para hacer otra.


Todo lo que acabo de condensar lo explicó de una manera tranquila, repartiendo por igual entre el fuego y mi persona unas miradas oscuras y graves. De vez en cuando dejaba caer la palabra «señor», y especialmente cuando se refería a su juventud, como si me pidiera que entendiera que él no reivindicaba ser otra cosa que el hombre al que encontré en aquella cabaña. En varias ocasiones le interrumpió la campanilla y tuvo que leer mensajes y enviar respuestas. En una ocasión tuvo que salir para mostrar una bandera a un tren que pasaba y comunicar algo verbalmente al maquinista. Observé que en el cumplimiento de sus deberes era especialmente exacto y vigilante, interrumpiendo su discurso en una sílaba si era preciso y manteniendo silencio hasta que hubiera cumplido su deber. En resumen, habría considerado que era el hombre que con mayor seguridad podía ejercitar ese cargo de no ser por la circunstancia de que en dos ocasiones, mientras me estaba hablando, perdió el color, volvió el rostro hacia la campanilla cuando ésta NO había sonado, abrió la puerta de la cabaña (que estaba cerrada para que no penetrara la insalubre humedad) y miró hacia la luz roja cercana a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó con la actitud inexplicable que ya había observado yo, sin ser capaz de definirla, cuando nos vimos por primera vez desde lejos.


-Casi me hace pensar que he encontrado a un hombre feliz -le dije cuando me levantaba para despedirme. (Me temo que he de reconocer que se lo dije para impulsarle a que siguiera hablando).
-Creo que solía serlo -replicó con la voz baja con la que me habló por primera vez. -Pero me siento atribulado, señor, me siento atribulado.
Habría borrado esas palabras de haber podido hacerlo. Pero ya estaban dichas y me referí a ellas inmediatamente.
-¿Por qué? ¿Cuál es su problema?
-Es muy difícil de explicar, señor. Es verdaderamente difícil hablar de ello. Pero si vuelve a visitarme,intentaré contárselo.
-Me comprometo expresamente a visitarle de nuevo. ¿Cuándo podré hacerlo?
-Salgo de servicio por la mañana y volveré a entrar mañana por la noche a las diez, señor.
-Vendré entonces a las once.
Me dio las gracias y salió de la cabaña conmigo.
-Le iluminaré con mi linterna, señor, hasta que haya encontrado el camino de ascenso -me dijo con su peculiar voz baja. -Pero cuando lo haya encontrado, ¡no grite para decírmelo! Y cuando esté ya arriba, ¡no me llame!


Aquella actitud me pareció bastante fría, pero me limité a responderle un «de acuerdo».
-Y cuando venga mañana por la noche, ¡no me llame! Permítame una pregunta antes de partir: ¿Por qué esta noche gritó «¡hola, ahí abajo!»?
-Quién sabe -respondí yo. -Debí gritar algo parecido...
-No algo parecido, señor. Exactamente esas mismas palabras. Las conozco muy bien.
-Admito que fueran esas mismas palabras. Sin duda las dije porque le vi a usted aquí abajo.
-¿Por ningún otro motivo?
-¿Qué otra razón podría haber tenido?
-¿No tuvo la sensación de que le eran transmitidas de una manera sobrenatural?
-En absoluto.
Me deseó buenas noches y mantuvo en alto su linterna. Caminé junto a la vía del ferrocarril (con la sensación muy desagradable de que venía un tren a mis espaldas) hasta que encontré el camino. La subida fue más fácil que la bajada, y llegué a mi posada sin mayores aventuras. Puntual a mi cita, cuando unos relojes distantes daban las once a la noche siguiente puse el pie en el primer escalón de la bajada en zigzag. Él me aguardaba abajo con la linterna blanca encendida.
-No he llamado -le dije en cuanto estuvimos juntos. -¿Puedo hablar ahora?
-Por supuesto que sí, señor. Buenas noches, y aquí está mi mano.
-Buenas noches, señor, y aquí está la mía.
Tras esa introducción caminamos uno junto a otro hasta su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.

-Señor, he decidido que no tenga que preguntarme dos veces que es lo que me preocupa –dijo nada más sentarse, inclinándose hacia delante y hablándome en un tono que apenas era más elevado que un susurro.
-Ayer por la noche le confundí con otro. Eso es lo que me conturba.
-¿Ese error?
-No. Ese Otro.
-¿De quién se trata?
-No lo sé.
-¿Se parece a mí?
-Tampoco sé eso. Nunca le vi el rostro. Se cubre la cara con el brazo izquierdo y mueve el derecho... lo agita violentamente, así. Seguí sus movimientos con atención y me pareció la gesticulación de un brazo con el máximo de pasión y vehemencia, queriendo expresar este significado: ¡en nombre de Dios, despeje el camino!



-Una noche estaba sentado aquí, bajo la luz de la luna, cuando oí una voz que gritaba: « ¡Hola, ahí abajo!» Me levanté, miré desde la puerta y vi a ese Otro de pie junto a la luz roja que hay cerca del túnel, moviendo el brazo de la manera que le acabo de explicar. La voz parecía áspera pero sin estridencias, y gritaba: «¡Cuidado! ¡Cuidado!» Cogí la lámpara, la puse en luz roja y corrí hacia la figura preguntándole que qué pasaba, qué había sucedido, dónde. Estaba ligeramente fuera del túnel. Avancé hasta acercarme tanto que pensé que iba a chocar con la manga de su brazo. Corrí hasta allí y ya había extendido mi mano para apartarle el brazo cuando desapareció.
-¿Se metió en el túnel? -pregunté.
-No. Fui yo el que entró corriendo en el túnel, hasta casi quinientos metros. Me detuve, levanté la lámpara por encima de la cabeza pero sólo vi las cifras que indican la distancia y las manchas de humedad que se deslizaban por las paredes y goteaban desde el arco. Salí corriendo a mayor velocidad de la que había entrado (pues me sentía sobrecogido por un horror mortal) y miré por todas partes junto a la luz roja con mi propia lámpara, subí por la escalera de hierro hasta la galería que hay encima, volví a bajar y regrese aquí corriendo. Telegrafié en ambas direcciones: «He recibido una alarma. ¿Hay algún problema?»
Desde ambas llegó la misma respuesta: «Todo está bien».
Venciendo la sensación de que un dedo helado estaba recorriendo lentamente mi columna vertebral, le dije que aquella figura debió de ser un engaño de su vista; y que es bien sabido que esas figuras, cuyo origen está en la enfermedad de los delicados nervios que rigen el funcionamiento de los ojos, a menudo han inquietado a los pacientes, algunos de los cuales han tomado conciencia de la naturaleza de su aflicción e incluso se lo han demostrado a sí mismos por medio de experimentos.
-En cuanto a lo del grito imaginario -seguí diciéndole, -escuche por un momento el viento en este valle artificial mientras hablamos en voz tan baja, y el sonido que provocan los cables del telégrafo.


Me contestó que todo aquello estaba muy bien, después de que hubiéramos estado sentados un tiempo en silencio y escuchando, pero que él debía saber algo sobre el viento y los cables, pues con frecuencia había pasado allí largas noches de invierno a solas y vigilante. Añadió que me rogaba que tuviera en cuenta que no había terminado su historia.
Le pedí excusas y lentamente, tocándome el brazo, añadió estas palabras:
-Seis horas después de la Aparición sucedió el conocido accidente de esta vía, y diez horas más tarde sacaban los muertos y los heridos a través del túnel por el lugar en donde había estado la figura.
Me recorrió un desagradable estremecimiento, pero hice los mayores esfuerzos para sobreponerme. Repliqué que no podía negar que se trataba de una coincidencia notable, bien calculada para impresionarme. Pero era incuestionable que continuamente se producen notables coincidencias y que deben tenerse en cuenta al tratar temas semejantes. Aunque debía admitir a buen seguro, añadí (pues creí ver que iba a oponerme esa objeción), que los hombres con sentido común no tienen en cuenta esas coincidencias al analizar de manera ordinaria la vida.
De nuevo me hizo cortésmente la observación de que no había terminado. Por segunda vez le supliqué que me perdonara por la interrupción.
-Esto sucedió hace exactamente un año -dijo poniendo de nuevo la mano en mi brazo, y mirando por encima de su hombro con ojos huecos. -Pasaron seis o siete meses, y ya me había recuperado de la sorpresa y el shock cuando una mañana, al despuntar el día, me encontraba de pie en la puerta mirando hacia la luz roja y vi de nuevo al espectro.
Se detuvo ahí y permaneció mirándome fijamente.

-¿Gritó algo?
-No. Guardaba silencio.
-¿Movía el brazo?
-No. Estaba apoyado sobre el haz de luz, con las dos manos ante el rostro, puestas así.
Seguí sus movimientos con la mirada y vi una acción de dolor. Ya había visto esa actitud en las esculturas que hay sobre las tumbas.
-¿Subió hasta allí?
-Entré y me senté, en parte para pensar en ello, pero también en parte porque me sentía débil. Cuando volví a salir, la luz del día lo iluminaba todo y el fantasma había desaparecido.
-¿Y no pasó nada? ¿La aparición no tuvo consecuencias?
Me tocó el brazo con el dedo índice dos o tres veces asintiendo fúnebremente cada vez.
- Aquel mismo día, cuando un tren salía del túnel me di cuenta al mirar hacia una ventanilla que en el interior había una confusión de manos y cabezas, y que algo se movía. Lo vi durante el tiempo necesario para pedir al maquinista que se detuviera. Puso el freno, pero el tren se deslizó hasta unos ciento cincuenta metros de aquí, o más. Corrí hasta allí y al llegar escuché terribles gritos y lamentos. Una mujer joven y hermosa había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos y la trajeron hasta aquí, colocándola en este suelo que hay ahora entre nosotros.




Involuntariamente, eché hacia atrás mi silla y miré las tablas que él me señalaba.
-Así fue, señor. Ciertamente. Sucedió exactamente tal como se lo cuento.
No se me ocurría nada que decir, en ningún sentido, y tenía la boca muy seca. El viento y los cables siguieron la historia con un gemido prolongado.
-Y ahora, señor, -siguió diciéndome -medite en ello y juzgue hasta qué punto está conturbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha aparecido allí, una y otra vez, sin seguir pauta alguna.
-¿Junto a la luz?
-Junto a la luz de peligro.
-¿Y qué es lo que parece hacer?
Repitió, si ello es posible con mayor pasión y vehemencia, la misma gesticulación cuyo significado había interpretado como: «¡por Dios, despejen el camino!» Y luego siguió hablando.
-Por eso no tengo ni paz ni descanso. Durante muchos minutos seguidos, y de una manera dolorosa, me grita: «¡cuidado ahí abajo!» Y sigue haciéndome señas. Hace que suene la campanilla...
Esa última frase me hizo pensar algo.
-¿Sonó la campanilla ayer por la noche cuando yo estaba aquí y usted salió hasta la puerta?
-Por dos veces.
-Bien, ya veo que su imaginación le está desorientando. Yo tenía la vista fija en la campanilla, y los oídos bien abiertos a su sonido, y tan seguro como de que estoy vivo que NO sonó en esas ocasiones. No, ni en ningún otro momento, salvo dentro del curso natural de las cosas físicas, cuando la estación comunicaban con usted.
-Todavía no he cometido nunca un error, señor, -añadió agitando la cabeza -jamás he confundido la llamada del espectro con la del hombre. La llamada del fantasma es una extraña vibración en la campana que no viene de parte alguna, y no he afirmado que la campana se mueva delante de los ojos. No me extraña que usted no la oyera. Pero yo sí la escuché.
-¿Y estaba el espectro allí cuando miró?
-Allí estaba.
-¿Las dos veces?
-Las dos -repitió con firmeza.
-¿Querría venir conmigo hasta la puerta y mirar ahora?
Se mordió el labio inferior, como si lo que yo le había propuesto le desagradara, pero se levantó. Abrí la puerta y salí hasta el primer escalón, mientras él permanecía en el umbral. Estaba allí la luz de peligro. También la boca tenebrosa del túnel. Los altos muros de piedra húmeda de la zanja. Y por encima, las estrellas.


-¿Lo ve? -le pregunte fijándome especialmente en su rostro. Sus ojos estaban tensos, pero no mucho más, quizá, de lo que habrían estado los míos de haberlos dirigido tan ansiosamente hacia ese lugar.
-No –respondió -No está allí.
-Estamos de acuerdo -repliqué yo.
Volvimos a entrar, cerré la puerta y ocupamos nuestros asientos. Me concentré en encontrar el mejor modo de aprovechar aquella ventaja, si así podía llamársele, cuando él reanudó la conversación de una manera casual, como suponiendo que no podía existir entre nosotros ninguna cuestión seria, hasta el punto de que me sentí en la posición más débil.
-Ahora ya habrá entendido plenamente, señor, que lo que me turba de un modo tan terrible es la cuestión de cuál es el significado del espectro.
Le contesté que no estaba seguro de entenderle plenamente.
-¿Contra qué advierte? -dijo él pensativamente, con la mirada puesta en el fuego, y mirándome sólo de vez en cuando. -¿Cuál es el peligro? ¿Dónde está? Sé que hay peligro en algún lugar de la vía. Que va a suceder alguna calamidad terrible. No puedo dudar de ello en esta tercera ocasión, después de lo que ha sucedido con anterioridad. Pero seguramente se trata de algún cruel aviso dirigido a mí. ¿Qué puedo hacer?
Sacó su pañuelo de bolsillo y se limpió las gotas de sudor que cubrían su frente.-Si telegrafío diciendo que hay peligro en alguna de las direcciones, o en ambas, no puedo explicar el motivo -siguió diciendo al tiempo que se secaba las palmas de las manos. -Tendría problemas y no serviría de nada. Las cosas sucederían así: Mensaje: « ¡Peligro! ¡Tengan cuidado!» Respuesta: « ¿Qué peligro? ¿Dónde?» Mensaje: « No lo sé, pero por el amor de Dios, ¡tengan cuidado!» Me despedirían. ¿Qué otra cosa podrían hacer?





Sentí una enorme piedad ante su dolor. Era la tortura mental de un hombre consciente oprimido más allá de lo que era capaz de soportar por una responsabilidad ininteligible que significaba riesgo para alguna vida.
-Cuando apareció por primera vez bajo la luz de peligro -siguió diciendo al tiempo que se echaba hacia atrás los cabellos oscuros y se frotaba las sienes con las manos, con la agitación del dolor enfebrecido -:¿por qué no me dijo dónde iba a producirse ese accidente... si iba a producirse? ¿Por qué no me dijo cómo podía evitarse... si es que podía evitarse? Cuando en la segunda ocasión ocultó el rostro, ¿por qué en lugar
de hacer eso no me dijo que ella iba a morir y que les dejáramos llevarla a casa? Si en aquellas dos ocasiones sólo vino para mostrarme que sus advertencias eran ciertas, y prepararme así para la tercera, ¿porqué no me advierte ahora claramente? ¡Que el Señor me ayude! ¡Sólo soy un pobre guardavías en este puesto solitario! ¿Por qué no advierte a alguien que pueda ser creído y tenga capacidad de actuar?


Cuando le vi en aquel estado entendí que por su propio bien, y por la seguridad pública, estaba obligado por el momento a tranquilizarle. Por ello, dejando a un lado toda cuestión de realidad o irrealidad que hubiera entre nosotros, le manifesté que cualquiera que cumpliera plenamente con su deber tenía que hacerlo bien por fuerza, y que al menos tenía el consuelo de que entendía cuál era su deber, aunque no pudiera entender aquellas confusas apariciones. En este sentido tuve más éxito que en el intento de razonar con él para que abandonara sus convicciones. Se tranquilizó; las ocupaciones de su cargo empezaron a exigir más su atención conforme avanzaba la noche, y lo abandoné a las dos de la mañana. Me había ofrecido a permanecer con él la noche entera, pero no quiso ni oír hablar de ello. No veo razón alguna para ocultar que en más de una ocasión me volví para mirar la luz roja mientras subía las escaleras, que no me gustaba esa luz roja, y que habría dormido muy mal de haber tenido mi cama debajo de ella. Tampoco me gustaban las dos secuencias del accidente y de la joven muerta. No veo razón tampoco para ocultar ese hecho.

Pero lo que más ocupaba mi pensamiento era la consideración de cómo debería actuar una vez que había recibido tales revelaciones. Tenía pruebas de que aquel hombre era inteligente, vigilante, laborioso y exacto, pero ¿cuánto tiempo seguiría siéndolo en aquel estado mental? Aunque su posición fuera subordinada, seguía confiándosele una importantísima responsabilidad, ¿y me gustaría a mí, por ejemplo, que mi vida estuviera sometida a la posibilidad de que siguiera cumpliendo su deber con precisión?
Incapaz de superar la sensación de que habría algo de traición si comunicaba a sus superiores de la compañía ferroviaria lo que el guardavías me había dicho, sin habérselo aclarado a él primero, proponiéndole otra salida, finalmente decidí ofrecerme a acompañarle (guardando el secreto por el momento) al médico que supiéramos de mejor reputación que ejercía en aquella zona para conocer su opinión. A la noche siguiente iba a terminar su guardia, tal como me había dicho, y estaría libre una o dos horas después del amanecer, teniendo que reanudarla poco después del ocaso. Decidí por ello regresar en ese momento.
A la noche siguiente el tiempo era muy bueno y salí a pasear temprano para disfrutarlo. El sol no estaba todavía demasiado bajo cuando crucé el campo cercano a la parte superior de la profunda zanja. Decidí ampliar el paseo durante una hora, media hora en una dirección y otra media de regreso, para llegar a tiempo a la caseta del guardavía.


Antes de proseguir el paseo, me apoyé en el borde y miré mecánicamente hacia abajo situado en el mismo lugar desde el que lo había visto por primera vez. No puedo describir la conmoción que sentí cuando vi que cerca de la boca del túnel aparecía un hombre que se tapaba los ojos con la manga izquierda y agitaba vehementemente el brazo derecho.El horror inexpresable que me oprimió pasó en un momento, pues enseguida vi que se trataba realmente de un hombre y que a su alrededor había un pequeño grupo de personas, a escasa distancia, a las que el primero estaba haciendo aquel gesto. Todavía no se había encendido la luz de peligro. Junto al palo que la sujetaba había como una cabaña pequeña y baja, que no había visto antes, hecha con soportes de madera ylienzo encerado. No era más grande que una cama.
Con una sensación irresistible de que algo iba mal, acusándome y reprochándome por un momento que había cometido una acción fatal al dejar solo allí a aquel hombre, sin enviar a nadie que vigilara o corrigiera lo que él hacía, bajé por la escalera a toda la velocidad de la que fui capaz.
-¿Qué sucede? -pregunté a los hombres.-El guardavías murió esta mañana, señor.
-¿No será el hombre que vivía en esa caseta?
-Así es, señor.
-¿Pero no el hombre al que yo conozco?
-Podrá reconocerlo si lo ha visto antes, señor, -dijo el hombre que hablaba en nombre de los demás, quitándose  con solemnidad el sombrero y levantando un extremo del lienzo - pues su rostro está entero.
-¡Ay! ¿Y como sucedió esto? -pregunté cambiando mi mirada de uno a otro mientras volvían a cubrirlo.
-Fue atropellado por una máquina, señor. Ningún hombre en Inglaterra conocía mejor su trabajo. Pero, aunque no sabemos por qué, no se apartó del raíl exterior. Era a plena luz del día. Había apagado la lámpara y la llevaba en la mano. Cuando la máquina salió del túnel, le estaba dando la espalda, y la máquina le atropelló. Aquel hombre la conducía y podrá decirle cómo sucedió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
El hombre, vestido con un arrugado traje oscuro, se acercó al lugar que ocupaba anteriormente junto a la boca del túnel.


-A1 coger la curva del túnel, señor, le vi al final, como a través de unas gafas para ver de lejos. No tenía tiempo para cambiar la velocidad, pero sabía que él era muy cuidadoso. Como no parecía prestar atención al silbato, dejé de pitar cuando nos abalanzábamos sobre él y grité tan fuerte como pude.
-¿Y qué le dijo?
-Le dije: «¡El de ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Por Dios, despeje el camino!»
Me sobresalté.
-¡Ay! Fue un momento terrible, señor. No dejé de gritarle. Me llevé el brazo ante los ojos para no verlo y agite el otro hasta el final, pero no sirvió de nada.
Sin prolongar la narración en ninguna de sus curiosas circunstancias más que en otra, antes de terminardebo sin embargo señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor de la máquina no sólo incluíalas palabras que el desafortunado guardavías me había repetido que le acosaban, sino también las palabras que yo mismo, no sólo él, había asociado, y eso en mi propia mente, a los gestos que el guardavías había imitado.
































domingo, 16 de junio de 2013

EMILIA PARDO BAZÁN (I)









Hoy vamos a ver un cuento de los muchos que tiene Emilia Pardo Bazán. Por encuadrarla un poquito, decir que era hija de una de las  familias gallegas  más pudientes de España: un conde, José Pardo Bazán y Amalia de la Rúa. Fue gracias a  ésta última por quién empezó a amar la escritura y la lectura, aprendiendo a escribir cuando contaba solamente con nueve años de edad. Tuvo acceso a los libros gracias a la gran biblioteca de su padre, siendo sus preferidos, según ella misma afirmó, La Biblia, La Ilíada y Don Quijote de la Mancha.
Con doce años ya empieza a mostrar su rebeldía, y mientras reside en La Coruña,  formándose  con profesores privados, decide no seguir el ritual de la educación femenina, negándose a asistir a clases de música y a tocar el piano. A partir de aquí se dedicará en cuerpo y alma a la lectura .Por hoy, nos quedamos aquí. Os dejo con uno de mis cuentos preferidos. Espero que os guste. Hasta la semana que viene.





                                                                   El amor asesinado



Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.
Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»
Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.
Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.
Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de él definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la victoria.
Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.
Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre guijas o cae suspirando en morisca fuente.
El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.
Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó a estrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.
Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar...
No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre..., no cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.
Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni se rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi abuela.
Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...
El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.





lunes, 3 de junio de 2013

RAY BRADBURY (I)












“Me gusta tocar un libro, respirarlo, sentirlo, llevarlo. Es algo que un ordenador no ofrece”




Totalmente de acuerdo con él. No soy demasiado amante de las tecnologías, aunque sé que son muy necesarias…

RAY BRADBURY nació en Illinois, Estados Unidos, el 22 de agosto de 1920. Se trata del autor de ciencia ficción por antonomasia. Era un amante de los libros; se formó como escritor autodidacta, iniciando sus lecturas a muy temprana edad. Destaca su  novela Farenheit 451. En la próxima entrada nos centraremos más en su biografía. Ahora simplemente decir que sus cuentos son maravillosos; de hecho son material de lectura recomendado en muchos países, y especialmente en escuelas estadounidenses.

Vamos a ver uno de ellos. Espero que os guste, ¡a mí me encanta!

Besos y hasta la semana que viene.




LA SIRENA




Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn.
-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador.
-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.
-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
-En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa en qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
-Oh, hay tantas cosas en el mar -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.
-Sí, es un mundo viejo.
-Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.
-Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro.
-¿Los cardúmenes de peces?
-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
-Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: "Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida".
La sirena llamó.
-Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...
-Pero... -interrumpí.
-Chist... -ordenó McDunn-. ¡Allí!
-Señaló los abismos.
-Algo se acercaba al faro, nadando.





Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero algo dije.
-Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn.
-¡Es imposible! -exclamé.
-No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.
-¡Parece un dinosaurio!
-Sí, uno de la tribu.
-¡Pero murieron todos!
-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda la frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
-¿Qué haremos?
-¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.
-¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.
-¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
-Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo... lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena llamó.
-El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles.
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo.
-Así es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
-Veamos qué ocurre -dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
-¡Abajo! -gritó.
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera.
-¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido, debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo.
Y así pasamos aquella noche.
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.
-Por si acaso -dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.




    Antonio Maestre.