Hoy vamos a ver un cuento de Charles Dickens. Es bastante largo, así que no me voy a detener en hablar de su autor; lo haré en otra ocasión.
Es un cuento con un tinte de
misterio. Espero que os guste.
EL GUARDAVÍAS
-¡Hola, el de ahí abajo!
Cuando escuchó una voz que le
llamaba de esa manera estaba de pie en la puerta de la caseta, con una bandera
en la mano enrollada alrededor de un palo corto. Teniendo en cuenta la
naturaleza del terreno, cualquiera hubiera pensado que no podía dudar con
respecto al lugar del que procedía la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba,
donde estaba yo, de pie sobre un empinado desmonte situado justo encima de su cabeza,
se dio la vuelta y miró hacia la vía. Había algo especial en la forma en que lo
hizo, aunque yo no pudiera captar de que se trataba exactamente. Lo que sí se
es que fue lo bastante notable como para llamar mi atención, a pesar de que su
figura, situada abajo, en la profunda zanja, se encontraba un tanto lejana y ensombrecida,
y yo me hallaba muy por encima de él, tan de cara al resplandor de un furioso
ocaso que tuve que protegerme los ojos con la mano antes de poder verlo.
-¡Hola, ahí abajo!
Él seguía mirando la vía, pero
volvió a darse la vuelta y, al levantar la vista, me vio allí arriba.
-¿Hay algún camino por el que
pueda bajar para hablar con usted?
Miró hacia arriba sin responder y
yo le contemplé sin querer presionarle repitiendo mi tonta pregunta. En ese
preciso momento se produjo una vaga vibración en la tierra y el aire, que se
convirtió rápidamente en una pulsación violenta y en una embestida que me
obligó a retroceder para no caer abajo. Cuando se deshizo el vapor que se había
elevado hasta mi altura desde el tren que pasó velozmente, y empezó a desvanecerse
en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y pude verle enrollar en el Palo la
bandera que había extendido durante el paso del tren.
Repetí la pregunta. Tras una
pausa durante la cual pareció contemplarme con gran atención, señaló con la bandera
enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unos doscientos o trescientos
metros de distancia.
-¡Entendido! -le grité
dirigiéndome hacia ese lugar.
Allí, a fuerza de examinar
cuidadosamente la zona, encontré un tosco camino que descendía en zigzag, en el
que habían excavado una especie de escalones, y bajé por él.
La zanja era extremadamente
profunda e inusualmente inclinada. Había sido excavada en una piedra viscosa
que se iba volviendo más rezumante y húmeda conforme bajaba. Por ese motivo el
camino se me hizo lo bastante largo para recordar la sensación singular de
desgana y obligación con la que me había indicado donde estaba.
Cuando bajé por el camino en
zigzag lo suficiente, vi que estaba de pie entre los raíles por los que acababa
de pasar el tren, en actitud de estar aguardando mi aparición. Con la mano
izquierda se tocaba la barbilla y descansaba el codo de ese brazo sobre su mano
derecha, cruzada junto al pecho. Su actitud me pareció tan expectante y
vigilante que me detuve un momento, extrañado.
Reanudé mi avance, llegué a la
altura de la vía y al acercarme más a él vi que era un hombre de tez pálida y
pelo oscuro, de barba negra y cejas bastante pobladas. Su puesto se encontraba
en el lugar más solitario y triste que yo hubiera contemplado nunca. A ambos
lados, un muro hecho de piedra mellada que goteaba humedad, impedía toda vista
salvo la de una franja de cielo; por un lado, la perspectiva sólo era una prolongación
curva de aquel calabozo enorme; la perspectiva por la otra dirección, mas
corta, terminaba en una sombría luz rojiza y en la entrada, todavía más
sombría, de un túnel negro, cuya arquitectura maciza creaba una atmósfera
bárbara, deprimente y repulsiva. Era tan escasa la luz del sol que llegaba
hasta allí que producía un olor terroso y letal, y tanto el frío viento que
corría por la zanja que llegué a estremecerme, como si hubiera abandonado el
mundo natural.
Me acerqué hasta él lo suficiente
para tocarle antes de que se moviera. Ni siquiera entonces apartó su vista de
la mía, pero dio un paso atrás y levantó una mano.
Le dije que ocupaba un puesto
bastante solitario, y que había llamado mi atención cuando le vi desde allá arriba.
Añadí que suponía que le resultaría raro tener visitantes, pero esperaba no
obstante ser bienvenido. Que en mí debía ver simplemente a un hombre que habiendo
estado toda su vida encerrado en unos límites estrechos, y sintiéndose libre
por fin, se le había despertado recientemente el interés por las grandes obras.
Le hablé en ese sentido, aunque estoy lejos de encontrarme seguro de que fueran
ésos los términos utilizados; pues aparte de que no se me da muy bien iniciar
una conversación, había en aquel hombre algo que me intimidaba.
Dirigió una curiosísima mirada
hacia la luz roja situada cerca de la boca del túnel, permaneció con la vista
fija en ella durante un rato, como si le faltara algo, y después volvió a
mirarme. Le pregunté que si la luz formaba parte de sus obligaciones.
-¿Acaso no lo sabe? -me respondió
en voz baja.
Contemplando su mirada fija y
aquel rostro melancólico pasó por mi mente el pensamiento monstruoso de que se
trataba de un espíritu, y no de un hombre. Desde entonces he pensado muchas
veces si no habría algún problema en su mente.
En ese momento fui yo el que
retrocedió, pero al hacerlo detecté en su mirada un miedo latente hacia mí y con
él desapareció mi pensamiento monstruoso.
-Me está mirando como si me
tuviera miedo -le dije, obligándome a sonreír.
-Estaba pensando si lo había
visto antes -replicó él.
-¿Dónde?
Señaló hacia la luz roja que
había estado mirando.
-¿Allí? -volví a preguntar yo.
Respondió afirmativamente (aunque
sin emitir sonido alguno) mientras me miraba con intensidad.
-Mi buen amigo, ¿qué podía hacer
yo allí? No obstante, puedo jurarle en cualquier caso que nunca he estado en
ese lugar.
-Así lo creo -replicó él. - Sí, estoy
seguro.
Su actitud se volvió entonces más
tranquila, lo mismo que la mía. Contestó a mis observaciones con prontitud y
con palabras bien elegidas. ¿Tenía mucho trabajo allí? Sí; bueno, era una forma
de decirlo, tenía desde luego una gran responsabilidad; pero lo que se requería
de él era exactitud y vigilancia, mientras que trabajo de verdad, es decir,
trabajo manual, apenas existía. Lo único que tenía que hacer era cambiar la señal,
arreglar las luces y girar la manivela de hierro de vez en cuando. Con respecto
a las largas y solitarias horas que tan pesadas me parecían a mí sólo podía
decirme que se había adaptado a la rutina de esa vida y se había acostumbrado a
ella. Allí abajo había aprendido una lengua, aunque sólo a leerla, haciéndose alguna
idea aproximada de su pronunciación, si es que a eso podía llamarse aprender
lenguas. Había trabajado también en fracciones y decimales y probado un poco
con el álgebra, pero era, igual que había
sido de niño, bastante torpe para
las cifras. Cuando estaba de servicio era necesario que permaneciera siempre en
aquel canal de aire húmedo y no podía subir nunca hasta donde lucía el sol, por
encima de aquellos elevados muros de piedra? Bueno, eso dependía de los
momentos y las circunstancias. En ciertas ocasiones había menos movimiento en
la vía que en otras, y lo mismo podía decirse de ciertas horas del día
y de la noche. Cuando el tiempo
era bueno, elegía esos momentos para elevarse un poco por encima de las sombras
inferiores, pero como en cualquier momento podían llamarle con la campana
eléctrica, y en esas ocasiones prestaba atención para escucharla con renovada
ansiedad, el alivio que obtenía era menor del que yo podía suponer.
Me condujo hasta su caseta, donde
había una chimenea, una mesa para un libro oficial en el que tenía que anotar
determinadas entradas, un instrumento telegráfico con su dial, cristal y
agujas, y la pequeña campana de la que había hablado. Al confiarle yo,
rogándole que me excusara el comentario, que me había parecido muy bien
educado, y quizás (y esperaba decirlo sin ofenderle), educado por encima de su
posición, observó que no era raro encontrar ejemplos de ligeras incongruencias
en ese aspecto dentro de los grandes grupos humanos; que había oído que así
sucedía en los talleres, en las fuerzas de policía, a incluso en el último recurso
de los desesperados, el ejército; y que sabía que también sucedía así, en mayor
o menor medida, en cualquier importante estación de ferrocarril. De joven había
sido estudiante de filosofía natural y había asistido a conferencias (si podía
yo creerle al verlo sentado en aquella cabaña, pues él apenas podía); pero se
había desencadenado, había utilizado mal sus oportunidades, y había caído para
no volverse a levantar de nuevo. No tenía queja alguna al respecto. Él mismo
había hecho la cama sobre la que se había acostado, y era ya demasiado tarde
para hacer otra.
Todo lo que acabo de condensar lo
explicó de una manera tranquila, repartiendo por igual entre el fuego y mi
persona unas miradas oscuras y graves. De vez en cuando dejaba caer la palabra
«señor», y especialmente cuando se refería a su juventud, como si me pidiera
que entendiera que él no reivindicaba ser otra cosa que el hombre al que
encontré en aquella cabaña. En varias ocasiones le interrumpió la campanilla y
tuvo que leer mensajes y enviar respuestas. En una ocasión tuvo que salir para
mostrar una bandera a un tren que pasaba y comunicar algo verbalmente al
maquinista. Observé que en el cumplimiento de sus deberes era especialmente
exacto y vigilante, interrumpiendo su discurso en una sílaba si era preciso y
manteniendo silencio hasta que hubiera cumplido su deber. En resumen, habría
considerado que era el hombre que con mayor seguridad podía ejercitar ese cargo
de no ser por la circunstancia de que en dos ocasiones, mientras me estaba
hablando, perdió el color, volvió el rostro hacia la campanilla cuando ésta NO
había sonado, abrió la puerta de la cabaña (que estaba cerrada para que no
penetrara la insalubre humedad) y miró hacia la luz roja cercana a la boca del
túnel. En ambas ocasiones regresó con la actitud inexplicable que ya había
observado yo, sin ser capaz de definirla, cuando nos vimos por primera vez
desde lejos.
-Casi me hace pensar que he
encontrado a un hombre feliz -le dije cuando me levantaba para despedirme. (Me
temo que he de reconocer que se lo dije para impulsarle a que siguiera
hablando).
-Creo que solía serlo -replicó
con la voz baja con la que me habló por primera vez. -Pero me siento atribulado,
señor, me siento atribulado.
Habría borrado esas palabras de
haber podido hacerlo. Pero ya estaban dichas y me referí a ellas
inmediatamente.
-¿Por qué? ¿Cuál es su problema?
-Es muy difícil de explicar,
señor. Es verdaderamente difícil hablar de ello. Pero si vuelve a
visitarme,intentaré contárselo.
-Me comprometo expresamente a
visitarle de nuevo. ¿Cuándo podré hacerlo?
-Salgo de servicio por la mañana
y volveré a entrar mañana por la noche a las diez, señor.
-Vendré entonces a las once.
Me dio las gracias y salió de la
cabaña conmigo.
-Le iluminaré con mi linterna,
señor, hasta que haya encontrado el camino de ascenso -me dijo con su peculiar
voz baja. -Pero cuando lo haya encontrado, ¡no grite para decírmelo! Y cuando
esté ya arriba, ¡no me llame!
Aquella actitud me pareció
bastante fría, pero me limité a responderle un «de acuerdo».
-Y cuando venga mañana por la
noche, ¡no me llame! Permítame una pregunta antes de partir: ¿Por qué esta
noche gritó «¡hola, ahí abajo!»?
-Quién sabe -respondí yo. -Debí
gritar algo parecido...
-No algo parecido, señor.
Exactamente esas mismas palabras. Las conozco muy bien.
-Admito que fueran esas mismas
palabras. Sin duda las dije porque le vi a usted aquí abajo.
-¿Por ningún otro motivo?
-¿Qué otra razón podría haber
tenido?
-¿No tuvo la sensación de que le
eran transmitidas de una manera sobrenatural?
-En absoluto.
Me deseó buenas noches y mantuvo
en alto su linterna. Caminé junto a la vía del ferrocarril (con la sensación
muy desagradable de que venía un tren a mis espaldas) hasta que encontré el camino.
La subida fue más fácil que la bajada, y llegué a mi posada sin mayores
aventuras. Puntual a mi cita, cuando unos relojes distantes daban las once a la
noche siguiente puse el pie en el primer escalón de la bajada en zigzag. Él me
aguardaba abajo con la linterna blanca encendida.
-No he llamado -le dije en cuanto
estuvimos juntos. -¿Puedo hablar ahora?
-Por supuesto que sí, señor.
Buenas noches, y aquí está mi mano.
-Buenas noches, señor, y aquí
está la mía.
Tras esa introducción caminamos
uno junto a otro hasta su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos
junto al fuego.
-Señor, he decidido que no tenga
que preguntarme dos veces que es lo que me preocupa –dijo nada más sentarse,
inclinándose hacia delante y hablándome en un tono que apenas era más elevado
que un susurro.
-Ayer por la noche le confundí
con otro. Eso es lo que me conturba.
-¿Ese error?
-No. Ese Otro.
-¿De quién se trata?
-No lo sé.
-¿Se parece a mí?
-Tampoco sé eso. Nunca le vi el
rostro. Se cubre la cara con el brazo izquierdo y mueve el derecho... lo agita
violentamente, así. Seguí sus movimientos con atención y me pareció la
gesticulación de un brazo con el máximo de pasión y vehemencia, queriendo
expresar este significado: ¡en nombre de Dios, despeje el camino!
-Una noche estaba sentado aquí,
bajo la luz de la luna, cuando oí una voz que gritaba: « ¡Hola, ahí abajo!» Me
levanté, miré desde la puerta y vi a ese Otro de pie junto a la luz roja que
hay cerca del túnel, moviendo el brazo de la manera que le acabo de explicar.
La voz parecía áspera pero sin estridencias, y gritaba: «¡Cuidado! ¡Cuidado!»
Cogí la lámpara, la puse en luz roja y corrí hacia la figura preguntándole que
qué pasaba, qué había sucedido, dónde. Estaba ligeramente fuera del túnel.
Avancé hasta acercarme tanto que pensé que iba a chocar con la manga de su
brazo. Corrí hasta allí y ya había extendido mi mano para apartarle el brazo
cuando desapareció.
-¿Se metió en el túnel?
-pregunté.
-No. Fui yo el que entró
corriendo en el túnel, hasta casi quinientos metros. Me detuve, levanté la lámpara
por encima de la cabeza pero sólo vi las cifras que indican la distancia y las
manchas de humedad que se deslizaban por las paredes y goteaban desde el arco.
Salí corriendo a mayor velocidad de la que había entrado (pues me sentía
sobrecogido por un horror mortal) y miré por todas partes junto a la luz roja con
mi propia lámpara, subí por la escalera de hierro hasta la galería que hay
encima, volví a bajar y regrese aquí corriendo. Telegrafié en ambas
direcciones: «He recibido una alarma. ¿Hay algún problema?»
Desde ambas llegó la misma
respuesta: «Todo está bien».
Venciendo la sensación de que un
dedo helado estaba recorriendo lentamente mi columna vertebral, le dije que
aquella figura debió de ser un engaño de su vista; y que es bien sabido que
esas figuras, cuyo origen está en la enfermedad de los delicados nervios que
rigen el funcionamiento de los ojos, a menudo han inquietado a los pacientes,
algunos de los cuales han tomado conciencia de la naturaleza de su aflicción e incluso
se lo han demostrado a sí mismos por medio de experimentos.
-En cuanto a lo del grito
imaginario -seguí diciéndole, -escuche por un momento el viento en este valle artificial
mientras hablamos en voz tan baja, y el sonido que provocan los cables del
telégrafo.
Me contestó que todo aquello
estaba muy bien, después de que hubiéramos estado sentados un tiempo en silencio
y escuchando, pero que él debía saber algo sobre el viento y los cables, pues
con frecuencia había pasado allí largas noches de invierno a solas y vigilante.
Añadió que me rogaba que tuviera en cuenta que no había terminado su historia.
Le pedí excusas y lentamente,
tocándome el brazo, añadió estas palabras:
-Seis horas después de la Aparición sucedió el
conocido accidente de esta vía, y diez horas más tarde sacaban los muertos y
los heridos a través del túnel por el lugar en donde había estado la figura.
Me recorrió un desagradable
estremecimiento, pero hice los mayores esfuerzos para sobreponerme. Repliqué
que no podía negar que se trataba de una coincidencia notable, bien calculada
para impresionarme. Pero era incuestionable que continuamente se producen
notables coincidencias y que deben tenerse en cuenta al tratar temas
semejantes. Aunque debía admitir a buen seguro, añadí (pues creí ver que iba a oponerme
esa objeción), que los hombres con sentido común no tienen en cuenta esas
coincidencias al analizar de manera ordinaria la vida.
De nuevo me hizo cortésmente la
observación de que no había terminado. Por segunda vez le supliqué que me
perdonara por la interrupción.
-Esto sucedió hace exactamente un
año -dijo poniendo de nuevo la mano en mi brazo, y mirando por encima de su
hombro con ojos huecos. -Pasaron seis o siete meses, y ya me había recuperado
de la sorpresa y el shock cuando una mañana, al despuntar el día, me encontraba
de pie en la puerta mirando hacia la luz roja y vi de nuevo al espectro.
Se detuvo ahí y permaneció
mirándome fijamente.
-¿Gritó algo?
-No. Guardaba silencio.
-¿Movía el brazo?
-No. Estaba apoyado sobre el haz
de luz, con las dos manos ante el rostro, puestas así.
Seguí sus movimientos con la
mirada y vi una acción de dolor. Ya había visto esa actitud en las esculturas
que hay sobre las tumbas.
-¿Subió hasta allí?
-Entré y me senté, en parte para
pensar en ello, pero también en parte porque me sentía débil. Cuando volví a
salir, la luz del día lo iluminaba todo y el fantasma había desaparecido.
-¿Y no pasó nada? ¿La aparición
no tuvo consecuencias?
Me tocó el brazo con el dedo
índice dos o tres veces asintiendo fúnebremente cada vez.
- Aquel mismo día, cuando un tren
salía del túnel me di cuenta al mirar hacia una ventanilla que en el interior
había una confusión de manos y cabezas, y que algo se movía. Lo vi durante el
tiempo necesario para pedir al maquinista que se detuviera. Puso el freno, pero
el tren se deslizó hasta unos ciento cincuenta metros de aquí, o más. Corrí
hasta allí y al llegar escuché terribles gritos y lamentos. Una mujer joven y hermosa
había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos y la trajeron hasta
aquí, colocándola en este suelo que hay ahora entre nosotros.
Involuntariamente, eché hacia
atrás mi silla y miré las tablas que él me señalaba.
-Así fue, señor. Ciertamente.
Sucedió exactamente tal como se lo cuento.
No se me ocurría nada que decir,
en ningún sentido, y tenía la boca muy seca. El viento y los cables siguieron
la historia con un gemido prolongado.
-Y ahora, señor, -siguió
diciéndome -medite en ello y juzgue hasta qué punto está conturbada mi mente. El
espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha aparecido allí, una y otra
vez, sin seguir pauta alguna.
-¿Junto a la luz?
-Junto a la luz de peligro.
-¿Y qué es lo que parece hacer?
Repitió, si ello es posible con
mayor pasión y vehemencia, la misma gesticulación cuyo significado había interpretado
como: «¡por Dios, despejen el camino!» Y luego siguió hablando.
-Por eso no tengo ni paz ni
descanso. Durante muchos minutos seguidos, y de una manera dolorosa, me grita:
«¡cuidado ahí abajo!» Y sigue haciéndome señas. Hace que suene la campanilla...
Esa última frase me hizo pensar
algo.
-¿Sonó la campanilla ayer por la
noche cuando yo estaba aquí y usted salió hasta la puerta?
-Por dos veces.
-Bien, ya veo que su imaginación
le está desorientando. Yo tenía la vista fija en la campanilla, y los oídos bien
abiertos a su sonido, y tan seguro como de que estoy vivo que NO sonó en esas
ocasiones. No, ni en ningún otro momento, salvo dentro del curso natural de las
cosas físicas, cuando la estación comunicaban con usted.
-Todavía no he cometido nunca un
error, señor, -añadió agitando la cabeza -jamás he confundido la llamada del
espectro con la del hombre. La llamada del fantasma es una extraña vibración en
la campana que no viene de parte alguna, y no he afirmado que la campana se
mueva delante de los ojos. No me extraña que usted no la oyera. Pero yo sí la
escuché.
-¿Y estaba el espectro allí
cuando miró?
-Allí estaba.
-¿Las dos veces?
-Las dos -repitió con firmeza.
-¿Querría venir conmigo hasta la
puerta y mirar ahora?
Se mordió el labio inferior, como
si lo que yo le había propuesto le desagradara, pero se levantó. Abrí la puerta
y salí hasta el primer escalón, mientras él permanecía en el umbral. Estaba
allí la luz de peligro. También la boca tenebrosa del túnel. Los altos muros de
piedra húmeda de la zanja. Y por encima, las estrellas.
-¿Lo ve? -le pregunte fijándome
especialmente en su rostro. Sus ojos estaban tensos, pero no mucho más, quizá,
de lo que habrían estado los míos de haberlos dirigido tan ansiosamente hacia
ese lugar.
-No –respondió -No está allí.
-Estamos de acuerdo -repliqué yo.
Volvimos a entrar, cerré la
puerta y ocupamos nuestros asientos. Me concentré en encontrar el mejor modo de
aprovechar aquella ventaja, si así podía llamársele, cuando él reanudó la conversación
de una manera casual, como suponiendo que no podía existir entre nosotros
ninguna cuestión seria, hasta el punto de que me sentí en la posición más
débil.
-Ahora ya habrá entendido
plenamente, señor, que lo que me turba de un modo tan terrible es la cuestión de
cuál es el significado del espectro.
Le contesté que no estaba seguro
de entenderle plenamente.
-¿Contra qué advierte? -dijo él
pensativamente, con la mirada puesta en el fuego, y mirándome sólo de vez en
cuando. -¿Cuál es el peligro? ¿Dónde está? Sé que hay peligro en algún lugar de
la vía. Que va a suceder alguna calamidad terrible. No puedo dudar de ello en
esta tercera ocasión, después de lo que ha sucedido con anterioridad. Pero
seguramente se trata de algún cruel aviso dirigido a mí. ¿Qué puedo hacer?
Sacó su pañuelo de bolsillo y se
limpió las gotas de sudor que cubrían su frente.-Si telegrafío diciendo que hay
peligro en alguna de las direcciones, o en ambas, no puedo explicar el motivo
-siguió diciendo al tiempo que se secaba las palmas de las manos. -Tendría
problemas y no serviría de nada. Las cosas sucederían así: Mensaje: « ¡Peligro!
¡Tengan cuidado!» Respuesta: « ¿Qué peligro? ¿Dónde?» Mensaje: « No lo sé, pero
por el amor de Dios, ¡tengan cuidado!» Me despedirían. ¿Qué otra cosa podrían
hacer?
Sentí una enorme piedad ante su
dolor. Era la tortura mental de un hombre consciente oprimido más allá de lo
que era capaz de soportar por una responsabilidad ininteligible que significaba
riesgo para alguna vida.
-Cuando apareció por primera vez
bajo la luz de peligro -siguió diciendo al tiempo que se echaba hacia atrás los
cabellos oscuros y se frotaba las sienes con las manos, con la agitación del
dolor enfebrecido -:¿por qué no me dijo dónde iba a producirse ese accidente...
si iba a producirse? ¿Por qué no me dijo cómo podía evitarse... si es que podía
evitarse? Cuando en la segunda ocasión ocultó el rostro, ¿por qué en lugar
de hacer eso no me dijo que ella
iba a morir y que les dejáramos llevarla a casa? Si en aquellas dos ocasiones sólo
vino para mostrarme que sus advertencias eran ciertas, y prepararme así para la
tercera, ¿porqué no me advierte ahora claramente? ¡Que el Señor me ayude! ¡Sólo
soy un pobre guardavías en este puesto solitario! ¿Por qué no advierte a
alguien que pueda ser creído y tenga capacidad de actuar?
Cuando le vi en aquel estado
entendí que por su propio bien, y por la seguridad pública, estaba obligado por
el momento a tranquilizarle. Por ello, dejando a un lado toda cuestión de
realidad o irrealidad que hubiera entre nosotros, le manifesté que cualquiera
que cumpliera plenamente con su deber tenía que hacerlo bien por fuerza, y que
al menos tenía el consuelo de que entendía cuál era su deber, aunque no pudiera
entender aquellas confusas apariciones. En este sentido tuve más éxito que en
el intento de razonar con él para que abandonara sus convicciones. Se
tranquilizó; las ocupaciones de su cargo empezaron a exigir más su atención
conforme avanzaba la noche, y lo abandoné a las dos de la mañana. Me había ofrecido
a permanecer con él la noche entera, pero no quiso ni oír hablar de ello. No
veo razón alguna para ocultar que en más de una ocasión me volví para mirar la
luz roja mientras subía las escaleras, que no me gustaba esa luz roja, y que
habría dormido muy mal de haber tenido mi cama debajo de ella. Tampoco me
gustaban las dos secuencias del accidente y de la joven muerta. No veo razón tampoco
para ocultar ese hecho.
Pero lo que más ocupaba mi
pensamiento era la consideración de cómo debería actuar una vez que había recibido
tales revelaciones. Tenía pruebas de que aquel hombre era inteligente,
vigilante, laborioso y exacto, pero ¿cuánto tiempo seguiría siéndolo en aquel
estado mental? Aunque su posición fuera subordinada, seguía confiándosele una
importantísima responsabilidad, ¿y me gustaría a mí, por ejemplo, que mi vida
estuviera sometida a la posibilidad de que siguiera cumpliendo su deber con
precisión?
Incapaz de superar la sensación
de que habría algo de traición si comunicaba a sus superiores de la compañía
ferroviaria lo que el guardavías me había dicho, sin habérselo aclarado a él
primero, proponiéndole otra salida, finalmente decidí ofrecerme a acompañarle
(guardando el secreto por el momento) al médico que supiéramos de mejor
reputación que ejercía en aquella zona para conocer su opinión. A la noche
siguiente iba a terminar su guardia, tal como me había dicho, y estaría libre
una o dos horas después del amanecer, teniendo que reanudarla poco después del
ocaso. Decidí por ello regresar en ese momento.
A la noche siguiente el tiempo
era muy bueno y salí a pasear temprano para disfrutarlo. El sol no estaba todavía
demasiado bajo cuando crucé el campo cercano a la parte superior de la profunda
zanja. Decidí ampliar el paseo durante una hora, media hora en una dirección y
otra media de regreso, para llegar a tiempo a la caseta del guardavía.
Antes de proseguir el paseo, me
apoyé en el borde y miré mecánicamente hacia abajo situado en el mismo lugar
desde el que lo había visto por primera vez. No puedo describir la conmoción
que sentí cuando vi que cerca de la boca del túnel aparecía un hombre que se
tapaba los ojos con la manga izquierda y agitaba vehementemente el brazo
derecho.El horror inexpresable que me oprimió pasó en un momento, pues
enseguida vi que se trataba realmente de un hombre y que a su alrededor había
un pequeño grupo de personas, a escasa distancia, a las que el primero estaba
haciendo aquel gesto. Todavía no se había encendido la luz de peligro. Junto al
palo que la sujetaba había como una cabaña pequeña y baja, que no había visto
antes, hecha con soportes de madera ylienzo encerado. No era más grande que una
cama.
Con una sensación irresistible de
que algo iba mal, acusándome y reprochándome por un momento que había cometido
una acción fatal al dejar solo allí a aquel hombre, sin enviar a nadie que
vigilara o corrigiera lo que él hacía, bajé por la escalera a toda la velocidad
de la que fui capaz.
-¿Qué sucede? -pregunté a los
hombres.-El guardavías murió esta mañana, señor.
-¿No será el hombre que vivía en
esa caseta?
-Así es, señor.
-¿Pero no el hombre al que yo
conozco?
-Podrá reconocerlo si lo ha visto
antes, señor, -dijo el hombre que hablaba en nombre de los demás, quitándose con solemnidad el sombrero y levantando un
extremo del lienzo - pues su rostro está entero.
-¡Ay! ¿Y como sucedió esto?
-pregunté cambiando mi mirada de uno a otro mientras volvían a cubrirlo.
-Fue atropellado por una máquina,
señor. Ningún hombre en Inglaterra conocía mejor su trabajo. Pero, aunque no
sabemos por qué, no se apartó del raíl exterior. Era a plena luz del día. Había
apagado la lámpara y la llevaba en la mano. Cuando la máquina salió del túnel,
le estaba dando la espalda, y la máquina le atropelló. Aquel hombre la conducía
y podrá decirle cómo sucedió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
El hombre, vestido con un
arrugado traje oscuro, se acercó al lugar que ocupaba anteriormente junto a la boca
del túnel.
-A1 coger la curva del túnel,
señor, le vi al final, como a través de unas gafas para ver de lejos. No tenía tiempo
para cambiar la velocidad, pero sabía que él era muy cuidadoso. Como no parecía
prestar atención al silbato, dejé de pitar cuando nos abalanzábamos sobre él y
grité tan fuerte como pude.
-¿Y qué le dijo?
-Le dije: «¡El de ahí abajo!
¡Cuidado! ¡Por Dios, despeje el camino!»
Me sobresalté.
-¡Ay! Fue un momento terrible,
señor. No dejé de gritarle. Me llevé el brazo ante los ojos para no verlo y agite
el otro hasta el final, pero no sirvió de nada.
Sin prolongar la narración en
ninguna de sus curiosas circunstancias más que en otra, antes de terminardebo
sin embargo señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor de la
máquina no sólo incluíalas palabras que el desafortunado guardavías me había
repetido que le acosaban, sino también las palabras que yo mismo, no sólo él,
había asociado, y eso en mi propia mente, a los gestos que el guardavías había imitado.