I
Yo vivía entonces con mi madre en una pequeña ciudad del
litoral. Había cumplido diecisiete años y mi madre no llegaba a los treinta
y cinco: se había casado muy joven. Cuando falleció mi padre yo tenía
solamente seis, pero lo recordaba muy bien. Mi madre era una mujer más
bien bajita, rubia, de rostro encantador aunque eternamente apenado, voz
apagada y cansina y movimientos tímidos. De joven había tenido fama por su
belleza, y hasta el final de sus días fue atractiva y amable. Yo no he
visto ojos más profundos, más dulces y tristes, cabellos más finos y
suaves; no he visto manos más elegantes. Yo la adoraba y ella me quería...
No obstante, nuestra vida transcurría sin alegría: se hubiera dicho que un
dolor oculto, incurable e inmerecido, consumía permanentemente la raíz
misma de su existencia. La explicación de aquel dolor no estaba sólo en el
duelo por mi padre, aun cuando fuese muy grande, aun cuando mi madre
lo hubiera amado con pasión, aun cuando honrara piadosamente su
memoria... ¡No! Allí se ocultaba algo más que yo no entendía, pero que
llegaba a percibir, de modo confuso y hondo, apenas me fijaba fortuitamente
en aquellos ojos apacibles y quietos, en aquellos maravillosos labios,
también quietos, aunque no contraídos por la amargura, sino como helados de
por siempre.
He dicho que mi madre me quería; sin embargo, había
momentos en que me rechazaba, en que mi presencia le pesaba, se le hacía insoportable.
Experimentaba ella entonces una especie de involuntaria repulsión hacia mí,
de la que se espantaba luego, pagándola con lágrimas y estrechándome sobre
su corazón. Yo cargaba la culpa de estos intempestivos brotes de hostilidad
a la alteración de su salud y a su desgracia... Verdad es que estas
sensaciones hostiles podían haber sido provocadas, hasta cierto punto, por
unos extraños arrebatos de sentimientos malignos y criminales,
incomprensibles para mí mismo, que despertaban de tarde en tarde dentro de
mí... Pero estos arrebatos no coincidían con aquellos instantes de
repulsión. Mi madre vestía siempre de negro, como si guardase luto.
Llevábamos un tren de vida bastante holgado, aunque apenas nos
relacionábamos con nadie.
II
Mi madre había concentrado en mí todos sus pensamientos
y su solicitud. Su vida se había fundido con mi vida. Este género de
relaciones entre padres e hijos no favorecen siempre a los hijos... Suele
ser más bien nocivo. Por añadidura, mi madre no tenía más hijo que yo... y
los hijos únicos, por lo general, no se desarrollan adecuadamente. Al
educarlos, los padres se preocupan tanto de sí mismos como de ellos... Eso
es un error. Yo no me volví caprichoso ni duro (una y otra cosa suele
aquejar a los hijos únicos), pero mis nervios estuvieron alterados hasta
cierta época; además, tenía una salud bastante precaria, saliendo en esto a
mi madre, a quien también me parecía mucho de cara. Yo evitaba la compañía
de los chicos de mi edad, en general rehuía a la gente e incluso con mi madre
hablaba poco. Lo que más me gustaba era leer, pasear a solas y soñar...
¡soñar...! ¿De qué trataban mis sueños? No podría explicarlo. A veces tenía
la impresión, es cierto, de hallarme delante de una puerta entornada que
ocultaba ignotos misterios, y yo permanecía allí, a la espera de algo,
anhelante, y no trasponía el umbral, sino que cavilaba en lo que podría
haber al otro lado... Y seguía esperando, y me quedaba transido... o
transpuesto. Si hubiera latido en mí la vena poética, probablemente me habría
dedicado a escribir versos; de haberme sentido atraído por la religión,
quizá me hubiera hecho fraile. Pero, como no experimentaba nada de eso,
continuaba soñando y esperando.
III
Acabo de referirme a cómo me quedaba transpuesto, en
ocasiones, bajo el influjo de ensoñaciones y pensamientos confusos. En
general, yo dormía mucho, y los sueños desempeñaban un papel considerable
en mi vida. Soñaba casi todas las noches. Los sueños no se me olvidaban, y
yo les daba importancia, los consideraba premoniciones, procuraba
desentrañar su sentido oculto. Algunos se repetían de vez en cuando, hecho
que siempre me parecía prodigioso y extraño. Un sueño, sobre todo, me hacía
cavilar. Me parecía que iba caminando por una calle estrecha y mal
empedrada de una vieja ciudad, entre altos edificios de piedra con los
tejados en pico. Yo andaba buscando a mi padre, que no había muerto, sino
que se escondía de nosotros, ignoro por qué razón, y vivía precisamente en
una de aquellas casas. Yo entraba por una puerta cochera, baja y oscura,
cruzaba un largo patio abarrotado de troncos y tablones y penetraba por fin
en una estancia pequeña que tenía dos ventanas redondas. En medio de la
habitación estaba mi padre, con batín y fumando en pipa. No se parecía en
absoluto a mi padre verdadero: era un hombre alto, enjuto, con el pelo
negro, la nariz ganchuda y ojos sombríos y penetrantes, que aparentaba unos
cuarenta años. Le disgustaba que hubiera dado con él; tampoco yo me
alegraba en absoluto de nuestro encuentro y permanecía allí parado,
indeciso. Él giraba un poco, empezaba a murmurar algo entre dientes y a ir
de un lado para otro con paso menudo... Luego se alejaba poco a poco, sin
dejar de murmurar y mirando a cada momento hacia atrás por encima del
hombro; la estancia se ensanchaba y desaparecía en la niebla... Espantado
de pronto ante la idea de que perdía nuevamente a mi padre, yo me lanzaba
tras él, pero ya no lo veía, y sólo llegaba hasta mí su rezongar,
bronco como el de un oso... Angustiado el corazón, me despertaba y ya no
podía volver a conciliar el sueño en mucho tiempo... Me pasaba todo el día
siguiente cavilando en este sueño sin que mis cavilaciones, como es
natural, me llevaran a ninguna conclusión.
IV
Llegó el mes de junio. Por esa época, la ciudad donde
vivíamos mi madre y yo se animaba extraordinariamente. En el muelle
atracaban multitud de barcos, y en las calles aparecían multitud de rostros
nuevos. Entonces me gustaba deambular por la costanera, delante de los
cafés y los hoteles, observando las diversas siluetas de marineros y demás
gentes sentadas bajo los toldos de lona, en torno a los veladores blancos,
con sus jarras de metal llenas de cerveza.
Conque una vez, al pasar delante de un café, vi a un
hombre que atrajo inmediatamente toda mi atención. Vestía un largo guardapolvos
negro, llevaba el sombrero de paja encasquetado hasta los ojos y permanecía
inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho. Unos rizos negros y ralos
le caían casi hasta la nariz; los labios finos apretaban la boquilla de una
pipa corta. Este hombre me pareció tan conocido, mi recuerdo conservaba tan
indudablemente grabado cada rasgo de su rostro moreno y bilioso, así como
toda su figura, que no pude por menos de detenerme ante él y preguntarme:
¿quién es este hombre, dónde le he visto? Al notar probablemente mi mirada
fija, levantó hacia mí los ojos negros, penetrantes... No pude
reprimir una exclamación ahogada...
¡Aquel hombre era el padre a quien yo había encontrado,
a quien yo había visto en sueños!
Imposible equivocarse: el parecido era demasiado
rotundo. Incluso el largo guardapolvos que envolvía sus miembros enjutos
recordaba, por el color y el corte, el batín con que se me había aparecido
mi padre.
-¿Estaré dormido? -me pregunté-. No... Es de día, hay
multitud de gente alrededor, el sol brilla en el cielo azul, y lo que tengo
delante de mí no es un fantasma, es un hombre vivo...
Me dirigí hacia un velador desocupado, pedí una jarra de
cerveza y un periódico y me senté a escasa distancia de aquel ser
misterioso.
V
Con el periódico desplegado a la altura del rostro,
seguí devorando con los ojos al desconocido, que apenas hacía un movimiento
y sólo de tarde en tarde alzaba un poco la desmayada cabeza. Evidentemente,
esperaba a alguien. Yo seguía mirando, mirando... A veces me parecía que todo
aquello era invención mía, que en realidad no existía la menor semejanza,
que yo había cedido a una fantasía de mi imaginación... Pero «aquél» giraba
un poco en su silla de pronto o alzaba ligeramente una mano, y de nuevo
veía yo a mi padre «nocturno» delante de mí.
Acabó por advertir mi pertinaz curiosidad y, a poco de
mirarme, primero perplejo y luego contrariado, hizo intención de
levantarse. Un pequeño bastón que tenía recostado contra el velador cayó
entonces al suelo. Yo me precipité a recogerlo y se lo entregué. El corazón
me latía con fuerza.
El hombre me dio las gracias con una sonrisa forzada y,
aproximando su rostro al mío, enarcó las cejas y entreabrió los labios como
si algo le sorprendiera.
-Es usted muy amable, joven -pronunció de pronto con voz
gangosa, áspera y dura-. Por los tiempos que corren, es cosa rara.
Permítame que lo felicite: le han dado a usted una buena educación.
No recuerdo exactamente lo que repliqué, pero pronto
hubimos entablado conversación. Supe que era compatriota mío, que había
vuelto recientemente de América, donde había vivido muchos años y adonde
regresaría en breve plazo... Se presentó con el título de barón..., pero no
pude captar bien el nombre. Lo mismo que mi padre «nocturno», terminaba
cada una de sus oraciones con una especie de confuso murmullo interno. Se
interesó por conocer mi apellido... Al oírlo pareció sorprenderse otra vez;
luego me preguntó si llevaba mucho tiempo residiendo en aquella ciudad y
con quién. Contesté que vivía con mi madre.
-¿Y su señor padre?
-Mi padre falleció hace mucho.
Preguntó el nombre de pila de mi madre y al oírlo soltó
una risa extraña, de la que luego se disculpó diciendo que se debía a sus
modales americanos y que, además, él era un tipo bastante raro. Luego tuvo
la curiosidad de conocer nuestro domicilio. Yo se lo dije.
VI
La emoción que me había embargado al iniciarse nuestra
plática se aplacó gradualmente; nuestro acercamiento me parecía algo
extraño, pero nada más. No me agradaba la sonrisita con que el
señor Barón me interrogaba, ni tampoco me agradaba la expresión de sus
ojos cuando me miraba como clavándomelos... Había en ellos algo rapaz y
protector... algo que sobrecogía. Aquellos ojos, yo no los había visto en
mi sueño. ¡Qué rostro tan extraño tenía el Barón! Marchito, cansado, pero
aparentando al mismo tiempo menos años, lo que causaba una impresión
desagradable. Mi padre «nocturno» tampoco estaba marcado por el profundo
costurón que cruzaba oblicuamente toda la frente de mi nuevo conocido y que
yo no advertí hasta hallarme más cerca de él.
Apenas había yo informado al Barón del nombre de la
calle y el número de la casa donde habitábamos cuando un negro de elevada
estatura, embozado en su capa hasta las cejas, se le acercó por detrás y le
rozó un hombro. El Barón volvió la cabeza, profirió: «¡Ah! ¡Por fin!» y,
haciéndome una leve inclinación de cabeza, se dirigió con el negro hacia el
interior del café. Yo seguí bajo el toldo con la idea de esperar a que
saliera el Barón, no tanto para reanudar la conversación con él pues en
realidad no sabía de qué podríamos haber hablado, como para contrastar
nuevamente mi primera impresión. Pero transcurrió media hora, luego una
hora entera... El Barón no reaparecía. Penetré en el establecimiento,
recorrí todas las salas, pero en ninguna parte vi al Barón ni al negro...
Se conoce que se habían ausentado los dos por la puerta de atrás.
Se me había levantado un ligero dolor de cabeza y, para
refrescarme, me encaminé a lo largo de la orilla del mar hasta un vasto
parque plantado en las afueras unos doscientos años atrás. Después de
pasear un par de horas a la sombra de los robles y los plátanos
gigantescos, volví a casa.
VII
En cuanto aparecí en el recibimiento, nuestra sirvienta
corrió a mí toda alarmada. Por su expresión adiviné al instante que algo
malo había sucedido en nuestra casa durante mi ausencia. Y así era: supe
que, hacía cosa de una hora, se escuchó de pronto un grito terrible en el
dormitorio de mi madre. La sirvienta, que acudió corriendo, la encontró
tendida en el suelo, sin conocimiento, y su desmayo había durado varios
minutos. Mi madre recobró al fin el sentido, pero se vio obligada a
acostarse y tenía un aire asustado y extraño. No decía ni una palabra, no
contestaba a las preguntas, y todo era mirar a su alrededor y estremecerse.
La sirvienta envió al jardinero en busca de un médico. Llegó el doctor, le
recetó un calmante, pero tampoco a él quiso decirle nada mi madre. El
jardinero afirmaba que a los pocos instantes de escucharse el grito en la
habitación de mi madre, él había visto a un desconocido que corría hacia la
puerta de la calle pisoteando los macizos de flores. (Vivíamos en una casa
de una sola planta cuyas ventanas daban a un jardín bastante grande.) El
jardinero no tuvo tiempo de fijarse en el rostro de aquel hombre, pero era
alto, enjuto, llevaba un sombrero de paja muy encasquetado y una levita de
faldones largos... «¡El atuendo del Barón!», me pasó en seguida por la
mente. El jardinero no pudo darle alcance. Además, lo llamaron
inmediatamente de la casa y lo enviaron en busca del médico. Pasé a
ver a mi madre. Estaba acostada, más blanca que la almohada sobre la que
reposaba la cabeza. Sonrió débilmente al reconocerme y me tendió una mano.
Tomé asiento a su lado y me puse a hacerle preguntas. Al principio eludía las
respuestas, pero acabó confesando haber visto algo que la asustó mucho.
-¿Ha entrado aquí alguien? -inquirí.
-No -se apresuró a contestar-. No ha venido nadie, pero
a mí me pareció... se me figuró...
Calló y se cubrió los ojos con una mano. Iba yo a decirle
lo que había sabido a través del jardinero y a contarle, de paso, mi
encuentro con el Barón... pero, ignoro por qué, las palabras expiraron
en mis labios. Sin embargo, hice observar a mi madre que los fantasmas no
suelen aparecerse de día.
-Deja eso, por favor -susurró-. No me atormentes ahora.
Algún día lo sabrás...
De nuevo enmudeció. Tenía las manos frías y el pulso
acelerado e irregular. Le administré la medicina y me aparté un poco para
no molestarla. No se levantó en todo el día. Estaba tendida, quieta y
callada, y sólo de vez en cuando exhalaba un profundo suspiro y abría los
ojos con sobresalto. Todos en la casa estaban extrañados.
VIII
Al llegar la noche le dio un poco de fiebre a mi madre,
y me pidió que me retirase. Sin embargo, no me fui a mi cuarto, sino que me
tendí sobre un diván de la habitación contigua. Cada cuarto de hora me
levantaba, llegaba de puntillas hasta la puerta y prestaba oído... Todo
continuaba en silencio, pero no creo que mi madre conciliara el sueño en
toda la noche. Cuando entré a verla a primera hora de la mañana, me pareció
que tenía el semblante arrebatado y un extraño brillo en los ojos. Durante
el día pareció aliviarse un poco; al atardecer volvió a subir la fiebre.
Hasta entonces había guardado un silencio pertinaz, pero de pronto rompió a
hablar con voz anhelante y entrecortada. No deliraba: sus palabras tenían
sentido, aunque ninguna ilación. Poco antes de la medianoche se incorporó
de repente en el lecho con brusco movimiento (yo estaba sentado junto a
ella) y con la misma voz precipitada se puso a contar, apurando a sorbos un
vaso de agua y moviendo débilmente las manos, sin mirarme ni una sola
vez... Se interrumpía, pero reanudaba el relato haciendo un esfuerzo...
Todo aquello era tan extraño como si lo hiciera en sueños, como si ella
estuviera ausente y fuese otra persona quien hablara por su boca o la
hiciera hablar a ella.
IX
-Oye lo que te voy a contar, -comenzó-. Ya no eres un
muchachuelo. Lo debes saber todo. Yo tenía una buena amiga... Se casó con
un hombre al que amaba de todo corazón y era muy feliz con su marido. El
primer año de matrimonio hicieron un viaje a la capital para pasar allí
algunas semanas divirtiéndose. Se hospedaban en un buen hotel y salían
mucho, a teatros y a fiestas. Mi amiga era muy agraciada, llamaba la
atención y los hombres la cortejaban. Pero entre ellos había uno, un
oficial, que la seguía constantemente y adondequiera que ella fuese, allí
se encontraba con sus ojos negros y duros. No se hizo presentar ni habló
con ella una sola vez: solamente la miraba de manera descarada y extraña.
Todos los placeres de la capital los echaba a perder su presencia. Mi amiga
empezó a hablarle a su marido de marcharse cuanto antes, y así lo
dispusieron, en efecto. Una tarde, el marido se fue a un club:
lo habían invitado a jugar a las cartas unos oficiales del mismo
regimiento al que pertenecía aquel otro... Por primera vez se quedó ella
sola. Como su marido tardaba en volver, despidió a la doncella y se
acostó... De pronto le entró tanto miedo que se quedó fría y se puso a
temblar. Le pareció oír un ruido ligero al otro lado de la pared -como si
arañara un perro-, y se puso a mirar fijamente hacia aquel sitio. En el
rincón ardía una lamparilla. Toda la habitación estaba tapizada de tela...
Súbitamente, algo rebulló allí, se alzó, se abrió... Y de la pared surgió,
largo, todo negro, aquel hombre horrible de los ojos duros. Ella quería
gritar, pero no podía. Estaba totalmente paralizada del susto. El hombre se
acercó a ella rápidamente, como una fiera salvaje, y le cubrió la cabeza
con algo asfixiante, pesado, blanco... De lo que sucedió después, no me
acuerdo... ¡No me acuerdo! Fue algo parecido a la muerte, a un asesinato...
Cuando aquella espantosa niebla se disipó al fin, cuando yo... cuando mi
amiga volvió en sí, no había nadie en la habitación. De nuevo se encontró
sin fuerzas para gritar, durante mucho tiempo, hasta que por fin llamó... y
luego se embrolló todo otra vez...
Después vio junto a ella a su marido, que había sido
retenido en el club hasta las dos de la madrugada... Estaba demudado y se
puso a hacerle preguntas, pero ella no le dijo nada... Luego cayó
enferma... Sin embargo, recuerdo que al quedarse sola en la habitación fue
a inspeccionar aquel sitio de la pared. Debajo de la tapicería había una
puerta secreta. Y a ella le había desaparecido de la mano el anillo de
casada. Era un anillo de forma poco corriente, con siete estrellitas de oro
y siete de plata alternando: una antigua joya de familia. El marido le
preguntaba qué había sido del anillo, pero ella no podía contestar nada.
Pensando que se le habría caído inadvertidamente, el marido lo buscó por
todas partes. No lo encontró. Presa de extraña angustia, decidió que
volverían a su casa lo antes posible y, en cuanto lo permitió el doctor, el
matrimonio abandonó la capital... Pero imagínate que el día mismo de su
marcha se cruzaron en la calle con una camilla... En
la camilla yacía un hombre con la cabeza partida al que acababan
de matar. Y ese hombre era el terrible visitante nocturno de los ojos
duros. ¡Imagínate!... Lo habían matado durante una partida de
cartas...
Mi amiga se trasladó luego al campo..., fue madre por
primera vez... y vivió varios años en compañía de su marido. Él nunca supo
nada. Además, ¿qué podría haberle dicho ella? Ella misma no sabía nada.
Sin embargo, su anterior felicidad desapareció. En sus
vidas se hizo la oscuridad, y esa oscuridad no se disipó ya nunca... No
tuvieron más descendencia, como tampoco la habían tenido antes... y aquel
hijo...
Toda temblorosa, mi madre se cubrió el rostro con las
manos.
-Y ahora, dime -prosiguió con redoblada energía-, ¿tenía
alguna culpa mi amiga? ¿Qué podía reprocharse? Fue castigada; pero, ¿no
tenía derecho a declarar, incluso ante Dios, que el castigo era injusto?
Entontes, ¿por qué se le representa al cabo de tantos años y en forma tan
horrible lo ocurrido, como si fuese una criminal atormentada por los
remordimientos? Macbeth mató a Banquo, y no es sorprendente que se le
apareciera... Pero yo...
Al llegar a este punto, el discurrir de mi madre se hizo
tan incoherente, que dejé de comprenderlo. Ya no dudaba de que estuviese
delirando.
X
Cualquiera comprenderá fácilmente la estremecedora
impresión que me produjo el relato de mi madre. Desde sus primeras palabras
adiviné que estaba hablando de sí misma y no de una amiga. La propia
estratagema confirmó mis sospechas. De modo que aquel era efectivamente mi
padre, al que yo había encontrado en sueños, al que había visto en persona.
No lo habían matado, como suponía mi madre, sino herido solamente. Y
había ido a verla, huyendo luego, asustado por el susto de ella. Todo lo
comprendí de repente: comprendí el involuntario sentimiento de repulsión
que yo despertaba a veces en mi madre, su constante pesar, nuestra vida de
aislamiento... Recuerdo que se me iba la cabeza, y yo la agarré con ambas
manos como queriendo mantenerla en su sitio. Pero una decisión se clavó en
mi mente: la de encontrar nuevamente a aquel hombre; encontrarle sin falta,
costara lo que costara. ¿Para qué? ¿Con qué fin? No me lo planteaba, pero
el hecho de encontrarlo, de dar con él, se había convertido para mí en
cuestión de vida o muerte. A la mañana siguiente se calmó por fin mi
madre... cedió la fiebre y se quedó dormida. Después de recomendarla a los
cuidados de los dueños de la casa y de la servidumbre, salí para ponerme en
campaña.
XI
Ante todo, como es natural, fui al café donde había
encontrado al Barón, pero nadie loconocía allí. Ni siquiera habían
advertido su presencia. Era un cliente casual. En el negro sí se habían
fijado los propietarios del establecimiento, pues llamaba demasiado la
atención, si bien nadie sabía tampoco quién era ni dónde vivía. Después de
dejar, a todo evento, mi dirección en el café, me lancé a rondar por las
calles y las costaneras de la ciudad, alrededor de los muelles, por las
avenidas, asomándome a todos los establecimientos públicos. No encontré a
nadie que se pareciera al Barón o a su acompañante. Como no había retenido
el apellido del Barón, estaba en la imposibilidad de acudir a la policía.
Sin embargo, di a entender a dos o tres celadores del orden (que por cierto
me contemplaron con sorpresa sin dar del todo crédito a mis palabras) que
recompensaría generosamente su celo si encontraban la pista de los dos
individuos cuyas señas personales procuré darles con la mayor exactitud
posible. Después de corretear así hasta la hora del almuerzo, regresé a mi
casa rendido de cansancio. Mi madre se había levantado. Su habitual
tristeza tenía un matiz nuevo, cierta absorta perplejidad que se me clavaba
en el corazón como un cuchillo. Pasé la tarde con ella. Apenas hablamos:
ella hacía solitarios y yo contemplaba en silencio los naipes. No hizo la
menor alusión a su relato ni a lo sucedido la víspera. Era como si
hubiéramos acordado tácitamente no referirnos a todos aquellos hechos
terribles y extraños... Daba la impresión de que estaba contrariada y
cohibida por lo que se le había escapado sin querer. O quizá no recordara
muy bien lo que había dicho durante aquel conato de delirio febril y tuviese
la esperanza de que yo me mostrase compasivo con ella... Así lo hacía,
efectivamente, y ella se daba cuenta, pues rehuía mi mirada lo mismo que la
víspera. No pude conciliar el sueño en toda la noche. Se había
desencadenado de pronto una tormenta espantosa. El viento aullaba y se
arremolinaba frenéticamente, los cristales de las ventanas temblaban y
tintineaban, silbidos y lamentos desesperados cruzaban el aire como si algo
se desgarrase en lo alto y volara con furioso llanto sobre las casas
estremecidas. Poco antes del amanecer, me quedé transpuesto... Súbitamente,
tuve la impresión de que alguien había entrado en mi cuarto y me llamaba,
pronunciando mi nombre a media voz, pero imperiosamente. Levanté un poco la
cabeza y no vi nada. Pero, cosa extraña, lejos de asustarme me alegré:
llegué de pronto a la convicción de que ahora alcanzaría sin falta mi meta.
Me vestí a toda prisa y salí de casa.
XII
La tormenta había amainado, aunque se notaban todavía
sus últimos estremecimientos. Era muy temprano, y no andaba nadie por las
calles. En muchos sitios había trozos de chimeneas, tejas, tablas
arrancadas a las vallas, ramas partidas... «La noche ha debido de ser
terrible en el mar», me dije al ver las huellas de la tormenta. Pensé
dirigirme al embarcadero, pero los pies me llevaron hacia otra parte como
si obedecieran a una irresistible atracción. A los diez minutos escasos me
encontraba en una parte de la ciudad que nunca había visitado hasta
entonces. Caminaba paso a paso, sin premura pero también sin detenerme, con
una extraña sensación interna: esperaba algo extraordinario, imposible, y
al mismo tiempo estaba persuadido de que aquello extraordinario se
cumpliría.
XIII
Y, en efecto, ocurrió lo extraordinario, lo que
esperaba. Repentinamente descubrí, a unos veinte pasos delante de mí, al
mismo negro que habló con el Barón en el café en presencia mía. Embozado en
la misma capa que ya advertí yo entonces, pareció surgir de bajo tierra y,
dándome la espalda, echó a andar a buen paso por la estrecha acera de una
calleja tortuosa. Me lancé al instante tras él, pero también él aceleró el
paso, aunque no volvió la cabeza y, de pronto, dobló la esquina de una casa
que formaba saliente. Corrí hasta aquella esquina, la doblé con la misma
celeridad que el negro... ¡Qué cosa tan extraña! Ante mí se abría una calle
larga, estrecha y totalmente desierta. La niebla matutina la invadía toda
con su plomo opaco, pero mi mirada penetraba hasta el extremo opuesto,
permitiéndome discernir cada uno de los edificios... ¡Y en ninguna parte
rebullía un solo ser viviente! El negro de la capa había desaparecido tan
repentinamente como surgió. Me quedé sorprendido, pero sólo un instante. En
seguida me embargó otra sensación: ¡había reconocido la calle que se
extendía ante mis ojos, toda muda y como muerta! Era la calle de mi sueño.
Me estremecí, encogido -la mañana era tan fresca-, y en seguida avancé sin
la menor vacilación, impelido por cierta medrosa seguridad.
Empecé a buscar con los ojos... Allí estaba: a la
derecha, haciendo saliente sobre la acera con una de sus esquinas, la casa
de mi sueño; allí estaba la vieja puerta cochera, con adornos de piedra
labrada a ambos lados... Cierto que las ventanas no eran redondas, sino
cuadradas, pero eso no tenía importancia... Llamé al portón. Llamé dos
veces, tres veces, arreciando en los golpes. Hasta que el portón se abrió,
lentamente, rechinando mucho, como si bostezara. Me hallaba ante una criada
joven, con el cabello alborotado y ojos de sueño. Al parecer, acababa de
despertarse.
-¿Vive aquí un Barón? -pregunté a la vez que
inspeccionaba con rápida mirada el patio, profundo y estrecho... Todo, todo
era igual: allí estaban los tablones y los troncos que había visto en mi
sueño.
-No -contestó la criada-. El Barón no vive aquí.
-¿Cómo que no? ¡Imposible!
-Ahora no está... Se marchó ayer.
-¿A dónde?
-A América.
-¡A América! -repetí sin querer-. Pero, volverá,
¿verdad?
La criada me miró con aire suspicaz.
-Eso no lo sabemos. Quizá no vuelva nunca.
-¿Ha vivido aquí mucho tiempo?
-No. Cosa de una semana. Ahora, ya no está.
-¿Y cuál era el apellido de ese barón?
La criada me observó extrañada.
-¿No lo sabe usted? Nosotros lo llamábamos Barón,
sin más. ¡Eh! ¡Piotr! -gritó al ver que yo intentaba pasar-. Ven acá. Hay
aquí un extraño que hace muchas preguntas.
Desde la casa se dirigió hacia nosotros la recia figura
de un criado.
-¿Qué pasa? ¿Qué desea? -preguntó con voz tomada- y,
después de escucharme hoscamente, repitió lo dicho por la sirvienta.
-Bueno, pero, ¿quién vive aquí? -murmuré.
-Nuestro amo.
-¿Y quién es?
-Un carpintero. En esta calle todos son carpinteros.
-¿Podría verle?
-Ahora no. Está durmiendo.
-¿Y podría entrar en la casa?
-Tampoco. Retírese.
-Bueno; pero, más tarde, ¿estará visible tu amo?
-¿Por qué no? Claro que se le puede ver siempre... Para
eso es un comerciante. Sólo que ahora, retírese. ¿No ve usted que es muy
temprano?
-Oye, ¿y el negro ese? -inquirí de pronto.
El criado nos miró perplejo, primero a mí y luego a la
sirvienta.
-¿A qué negro se refiere? -profirió finalmente-.
Retírese, caballero. Puede usted volver luego y hablar con el amo.
Salí a la calle. El portón se cerró detrás de mí, pesada
y bruscamente, sin rechinar esta vez.
Me fijé bien en la calle y en la casa, y me alejé de
allí, pero no hacia la mía. Me sentía como decepcionado. Todo lo que me
había ocurrido era tan extraño, tan inusitado... Y, por otra parte, el
final resultaba tan absurdo... Yo estaba seguro, estaba persuadido, de que
encontraría en aquella casa la estancia que recordaba y, en el centro, a mi
padre, el Barón, con su batín y su pipa... En lugar de eso, el amo de la
casa era un carpintero, se le podía visitar cuantas veces se deseara e
incluso encargarle algún mueble, quizá...
¡Y mi padre se había marchado a América! ¿Qué iba a
hacer yo ahora? ¿Contárselo a mi madre o enterrar por los siglos incluso el
recuerdo de aquella entrevista?... Era rotundamente incapaz de aceptar la
idea de que un principio tan sobrenatural y misterioso pudiera conducir a
un final tan descabellado y prosaico.
No quería volver a casa, y eché a andar sin rumbo,
dejando atrás la ciudad.
XIV
Caminaba cabizbajo, sin pensar ni apenas sentir nada,
totalmente ensimismado. Me sacó de aquella abstracción un ruido acompasado,
sordo y amenazador. Levanté la cabeza: era el mar que rumoreaba y zumbaba a
unos cincuenta pasos de mí. Me percaté de que caminaba por la arena de una
duna. Estremecido por la tormenta nocturna, el mar estaba salpicado de
espuma hasta el mismo horizonte, y las altas crestas de las olas alargadas
llegaban rodando una tras otra a romperse en la orilla lisa. Me acerqué a
ellas y seguí andando justo a lo largo de la raya que su flujo y reflujo
dejaba en la arena gruesa, salpicada de retazos de largas plantas marinas,
restos de caracolas y cintas serpenteantes de los carrizos. Gaviotas de
alas puntiagudas y grito plañidero llegaban con el viento desde la lejana
sima del aire, remontaban el vuelo, blancas como la nieve en el cielo gris
nublado, se desplomaban verticalmente y, lo mismo que si saltaran de ola en
ola, volvían a alejarse y a desaparecer en destellos plateados entre las
franjas de espuma arremolinada. Algunas, según observé, giraban tenazmente
sobre una roca grande que despuntaba, solitaria, en medio del lienzo
uniforme de la orilla de arena. Los ásperos carrizos marinos crecían en
matojos desiguales a un lado de la roca y allí donde sus tallos enmarañados
emergían del amarillo saladar negreaba algo alargado, redondo, no muy
grande... Me fijé más... Un bulto oscuro yacía allí, inmóvil, junto a la
roca... Conforme me acercaba, sus contornos aparecían más nítidos y
definidos...
Me quedaban sólo treinta pasos para llegar a la roca...
¡Pero, si eran los contornos de un cuerpo humano! ¡Era
un cadáver, un ahogado que había arrojado el mar! Llegué hasta la misma
roca.
¡Aquel era el cadáver del Barón, de mi padre! Me detuve
como petrificado. Sólo entonces comprendí que desde primera hora de la
mañana me habían conducido ciertas fuerzas ignotas, que yo me hallaba en su
poder; y, durante unos momentos, no hubo en mi alma nada más que el incesante
rumor del mar y algo de temor ante el destino que se había adueñado de
mí...
XV
Yacía de espaldas, un poco ladeado, con el brazo
izquierdo extendido sobre la cabeza... y el derecho doblado bajo el cuerpo
encogido. Un lodo viscoso absorbía sus pies, calzados con altas botas de
marinero; la chaquetilla azul, toda impregnada de sal marina, no se había
desabrochado; una bufanda roja ceñía su cuello con nudo apretado. El rostro
acezado, vuelto hacia el cielo, parecía burlarse; bajo el labio superior enarcado
asomaban unos dientes pequeños y prietos; las pupilas opacas de los ojos
entreabiertos apenas se diferenciaban de los glóbulos oscurecidos; el
cabello enmarañado, salpicado de pompas de espuma, se esparcía por el
suelo, descubriendo la frente lisa con la línea lilácea de la cicatriz; la
nariz, fina, trazaba en relieve una neta raya blancuzca entre las mejillas
hundidas. La tormenta de la noche anterior había hecho su obra... ¡No había
llegado a ver América! El hombre que había agraviado a mi madre, mutilando
su vida, mi padre -¡sí, mi padre, pues no podía dudarlo ya!-, yacía en el
fango a mis pies. Me embargaba un sentimiento de venganza satisfecha,
compasión, asco y horror... incluso de doble horror: por lo que estaba
viendo y por lo sucedido. Ese fondo malvado y criminal del que he hablado
ya, esos impulsos incomprensibles que nacían dentro de mí... que me
ahogaban. «¡Ah! -me decía-. Por eso soy así... De esa manera se manifiesta
la sangre.» De pie junto al cadáver, lo contemplaba, atento por ver si
se estremecían aquellas pupilas muertas o temblaban aquellos labios
helados. ¡No! Todo estaba inmóvil. Incluso los carrizos adonde lo había
arrojado la marea parecían estáticos; incluso las gaviotas que se habían
alejado volando. Y no se veía en ningún sitio ni un fragmento de nada, ni
una tabla ni un aparejo roto. Vacío por todas partes... Solamente él -y yo-
y el mar rumoreando a lo lejos. Miré hacia atrás. Idéntico vacío. Una
cadena de colinas sin vida recortándose sobre el horizonte... ¡Y nada más!
Me angustiaba dejar a aquel desdichado en semejante soledad, sobre el lodo
de la orilla, como pasto para los peces y las aves. Una voz interior me
decía que yo debía buscar y llamar a alguien, ya que no fuera para
prestarle auxilio -¿de qué podría servir?-, al menos para retirarlo de allí
y conducirlo bajo techado. Pero un inefable pavor me embargó de pronto. Me
pareció como si aquel hombre muerto supiera que yo había llegado allí, como
si él mismo hubiese amañado aquel último encuentro, y hasta creí escuchar el
sordo murmujeo de otras veces... Precipitadamente, me aparté un poco... de
nuevo miré hacia atrás... Un objeto brillante llamó mi atención, me hizo
detenerme. Era un cíngulo de oro en la mano extendida del cadáver. Reconocí
el anillo de matrimonio de mi madre. Recuerdo el esfuerzo que me impuse
para volver sobre mis pasos, acercarme, inclinarme..., recuerdo el contacto
viscoso de los dedos; recuerdo cómo jadeaba, cerraba los ojos y rechinaba
los dientes al tirar del anillo que se resistía...
Por fin cedió, y yo emprendí una carrera alejándome de
allí a toda prisa, perseguido por algo que intentaba darme alcance y
apresarme.
XVI
Todo lo sufrido y experimentado se reflejaba
probablemente en mi rostro cuando volví a casa. Apenas entré en su
habitación, mi madre se incorporó súbitamente y posó en mí una mirada de
interrogación tan tenaz, que yo terminé por presentarle el anillo, sin
palabras, después de haber intentado en vano explicarme. Ella se puso
horriblemente pálida, sus ojos se abrieron mucho, desorbitados y sin vida,
como los de aquél. Exhaló un grito débil, me arrebató el anillo, vaciló y
cayó sobre mi pecho, donde quedó como paralizada, vencida la cabeza hacia
atrás y devorándome con aquellos ojos dementes muy abiertos. Yo rodeé su
cintura con mis brazos y allí mismo, sin moverme y sin prisa, le referí
todo a media voz: mi sueño, el encuentro, todo... No le oculté el menor
detalle. Ella me escuchó hasta el final. No pronunció ni una palabra, pero
su respiración se hacía más agitada, hasta que sus ojos se animaron de
pronto y bajó los párpados. Luego se puso el anillo en el dedo y,
apartándose un poco, buscó un chal y un sombrero. Le pregunté adónde
pensaba ir. Levantó hacia mí una mirada sorprendida y quiso contestarme,
pero le falló la voz. Se estremeció varias veces, frotó sus manos una
contra otra, como intentando calentarlas, y al fin profirió:
-Vamos allá ahora mismo.
-¿A dónde, madre?
-Donde está tendido... quiero ver... quiero saber... lo
sabré...
Intenté disuadirla; pero estuvo a punto de sufrir un ataque
de nervios. Comprendí que era imposible oponerse a su deseo, y salimos
juntos.
XVII
De nuevo caminaba yo por la arena de la duna, pero esta
vez no iba solo. El mar se había retirado, alejándose más. Se calmaba;
pero, aunque debilitado, todavía era pavoroso y tétrico su rumor. Por fin
se divisaron la roca solitaria y los carrizos. Yo miraba con atención,
tratando de discernir el bulto redondo tendido en tierra, pero no veía
nada. Nos acercamos más. Yo aminoraba instintivamente el paso. Pero ¿dónde
estaba aquello negro, inmóvil? Sólo los tallos de los carrizos resaltaban
en oscuro sobre la arena ya seca. Llegamos hasta la propia roca... El
cadáver no aparecía por ninguna parte, y sólo en el lugar donde estuvo
tendido quedaba todavía un hoyo que permitía adivinar el sitio de los
brazos, de las piernas... Los carrizos parecían aplastados en torno, y se
advertían huellas de pisadas de una persona; cruzaban la duna y desparecían
luego al llegar a un rompiente de rocas.
Mi madre y yo nos mirábamos, asustados de lo que leíamos
en nuestros rostros...
¿Se habría levantado y se habría marchado él solo?
-Pero, ¿no lo viste tú muerto? -preguntó mi madre
en un susurro.
Yo sólo pude asentir con la cabeza. No habían
transcurrido ni tres horas desde que yo tropecé con el cadáver del Barón...
Alguien lo descubriría y lo retiraría de allí. Había que buscar al que lo
hubiera hecho y enterarse de lo que había sido de él.
XVIII
Mientras se dirigía hacia el sitio fatal, mi madre
estaba febril, pero se dominaba. La desaparición del cadáver la aplanó como
una desdicha irreparable. Yo temía por su razón. Me costó gran trabajo
llevarla de vuelta a casa. De nuevo hice que se acostara y de nuevo requerí
los cuidados del médico para ella. Pero, en cuanto se recobró un poco, mi
madre exigió que yo partiera inmediatamente en busca de «esa persona».
Obedecí. Sin embargo, nada descubrí a pesar de todas las pesquisas
imaginables. Acudí varias veces a la policía, visité todas las aldeas
próximas, puse anuncios en los periódicos, fui buscando datos por todas
partes, pero en vano. Me llegó la noticia de que habían llevado a un
náufrago a uno de los pueblos de la costa. Allá fui corriendo, pero
lo habían enterrado ya y, por las señas, no se parecía al Barón. Me
enteré del barco que había tomado para irse a América. Al principio, todo
el mundo estaba persuadido de que se había ido a pique durante la
tempestad; sin embargo, al cabo de algunos meses empezaron a cundir rumores
de que lo habían visto anclado en el puerto de Nueva York. No sabiendo ya qué
emprender, me puse a buscar al negro que había visto, ofreciéndole a través
de los periódicos una recompensa bastante fuerte si se presentaba en
nuestra casa. Cierto negro, alto y vestido con una capa, vino efectivamente
a vernos en ausencia mía... Pero se alejó de pronto después de hacerle
algunas preguntas a la sirvienta y no volvió más.
Así se perdió la pista de mi... de mi padre. Así
desapareció irremediablemente en la muda tiniebla. Mi madre y yo no
hablábamos nunca de él. Sólo una vez, recuerdo, se extrañó de que jamás
hubiera aludido yo antes a mi extraño sueño. Enseguida añadió: «Conque, era
precisamente...», y no terminó de formular su idea. Mi madre estuvo enferma
mucho tiempo, y cuando al fin se repuso no volvieron ya a su cauce nuestras
relaciones anteriores. Hasta su muerte, se encontró violenta a mi lado.
Violenta, sí; justamente. Y ésa es una desgracia que no se puede remediar.
Todo se embota con el tiempo. Incluso los recuerdos de los sucesos
familiares más trágicos pierden gradualmente su fuerza y su acuidad. Pero,
si entre dos personas entrañables se introduce una sensación de violencia,
eso no hay nada que lo extirpe. Jamás volví yo a tener aquel sueño que
tanto me angustiaba, ya no «encontraba» a mi padre, pero en ocasiones se me
figuraba -y aún ahora se me figura- escuchar en sueños alaridos lejanos y
tristes lamentos inextinguibles. Resuenan en algún lugar, tras un alto muro
que no es posible trasponer, me desgarran el corazón y yo lloro con los
ojos cerrados, incapaz de comprender si es un ser vivo el que gime o si
escucho el prolongado y salvaje rumor del mar encrespado. Y de nuevo se
transforma en el murmujeo de una fiera, y yo me despierto con angustia y
pavor en el alma.
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