“La vida plena no consiste en desconocer, negar o ignorar esos aspectos
de nosotros que pueden parecerles negativos o feos a algunos. la vida es
bienestar y salud íntegra, suma y armoniza lo que somos en un todo .Aún
suponiendo que nuestro egoísmo, ese sentimiento tan denigrado que nos obliga a
pensar en nosotros mismos, fuera un aspecto carente de belleza de nuestro ser,
nuestra actitud no debería ser negarlo, ocultarlo u olvidarlo; más bien
canalizarlo hacia un lugar mejor”
JORGE BUCAY
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En un antiguo reino, nació una
vez una princesa. Su madre, la reina, quedó maravillada al ver la belleza de la
niña. Especialmente adorables les parecieron sus pequeñísimas y delicadas
extremidades; sus piececitos, diminutos, con dedos que parecían botones rosados
regordetes, y las pequeñas y suaves manos. Pero en cuanto tomó las manitas de
la niña entre las suyas, notó algo que escapaba de la idea que tenía de la
belleza y la armonía: el segundo dedo de la mano izquierda era unos milímetros
más largo que lo esperados. Miró con detenimiento ambas manos y confirmó que
“el defecto” solo estaba en la izquierda; la mano derecha era absoluta y
totalmente “perfecta”, bella y armónica.
La reina llamó a médicos, magos y
sabios del reino para preguntarles qué se debía hacer para solucionar el
problema de la mano “deforme”. En realidad, ninguno de ellos veía deformidad
alguna en la mano izquierda de la princesa, pero, ante la insistencia de la
soberana y el temor a su ira, terminaron por aceptar que, si bien era cierto
que ese dedo sobresalía demasiado entre los demás, afortunadamente estaba en la
mano izquierda, que era la que menos se usaba, y pusieron todo el énfasis en
que la mano derecha era un emblema de la hermosura.
Después de escucharles, la reina decidió,
como solía hacer con todas las cosas que le molestaban, que aquella pequeña
mano izquierda no pertenecía al cuerpecito armónico de su hermosa hija, y
declaró para sus adentros, y en cualquier circunstancia, que la mano izquierda
simplemente no existía. A partir de aquel momento, la ignoró por completo y
para siempre.
A la hora del baño, la reina
ponía especial cuidado en enjabonar la mano derecha de la niña, y luego
limpiaba suavemente los cinco pequeños dedos, uno a uno, mientras la mano
izquierda permanecía en la bañera, bajo el agua, olvidada. La reina solía
llenar de besos a la princesa y se demoraba especialmente en la mano derecha,
besándola y acariciándola; la izquierda no recibía ni un solo mimo. Las criadas
cortaban con delicadeza las uñas de la criatura, pero tenían instrucciones
precisas de ignorar las de la mano izquierda, que se iban quebrantando y
deteriorando a medida que la princesa se golpeaba aquella mano inerte contra
las columnas y los muebles del palacio, cada vez con menos conciencia de su
existencia.
Cuando la niña fue un poco mayor,
su madre le regaló una hermosa pulsera de oro adornada con rubíes y esmeraldas
que ella misma colocó, por supuesto, en la muñeca derecha de la princesa. Con
el tiempo, la joven se convirtió en una virtuosa de la cítara y el piano, en
una soberbia costurera y bordadora. Todos aquellos que la contemplaban quedaban
boquiabiertos ante la gracia y precisión
de sus movimientos sobre el teclado del piano, al ver cómo rasgaba las cuerdas
de la cítara, cómo enhebraba el hilo, manejaba la aguja y sostenía la tela solo
con su mano derecha, mientras la izquierda colgaba inmóvil al lado del cuerpo.
Un día, mientras la princesa
cabalgaba por las tierras del reino, una tormenta la sorprendió lejos del
palacio. El cielo se tornó gris de pronto y los truenos comenzaron a estallar.
El caballo se encabritó, dio un brinco y, sorprendida por el brusco movimiento, la princesa se vio
obligada a soltar las riendas. El animal avanzaba desbocado y la princesa
apenas conseguía esquivar las ramas de los árboles mientras trataba inútilmente
de sujetar las riendas de nuevo. El caballo, espoleado por los truenos, emergió
de entre los árboles y galopó ciegamente hacia un barranco. Poco después, ambos
cayeron al vacío. En un reflejo automático, la princesa logró asirse a una
gruesa raíz y detuvo la caída. No estaba lejos de la superficie del risco y
había varias raíces más entre ella y el borde del acantilado. Sin embargo, no
había ningún lugar donde apoyar sus pies; si su mano derecha soltaba la raíz,
al no tener otro punto de sostén, caería sin remedio.
Y entonces surgió en ella un
recuerdo que parecía venir de otra vida. El recuerdo de una parte de sí misma
que había olvidado. El recuerdo de su mano izquierda. Con dificultad, llevó la
atención primero a su brazo, luego a la palma de la mano y, por fin, a los
dedos. Haciendo un esfuerzo de concentración, intentó cerrarla formando un
puño. El dolor fue intenso. Los dedos apenas se movían y su piel se
resquebrajaba en el intento, pero la joven perseveró.
Finalmente consiguió levantar su
brazo hasta que la mano izquierda estuvo cerca de una raíz que sobresalía más
arriba y cerró sus dedos alrededor de ella con toda la fuerza de la que
aquellos músculos atrofiados fueron capaces. Con confianza, soltó la raíz que
sujetaba con su mano derecha para agarrarse a una tercera. Tuvo que repetir
esos movimientos un par de veces más, aunque cada vez era un poco más fácil que
la anterior. Cuando llegó al borde del risco y trepó hasta estar a salvo, la
princesa miró su mano, despreciada y olvidada, con amor y gratitud. No solo se dio
cuenta de que existía, sino que además, apreció el punto de hermosura de
aquella quebrada línea de simetría que le daba su dedo, largo y estilizado.
HISTORIA PERSA