lunes, 30 de junio de 2014

HISTORIA PERSA



“La vida plena no consiste en desconocer, negar o ignorar esos aspectos de nosotros que pueden parecerles negativos o feos a algunos. la vida es bienestar y salud íntegra, suma y armoniza lo que somos en un todo .Aún suponiendo que nuestro egoísmo, ese sentimiento tan denigrado que nos obliga a pensar en nosotros mismos, fuera un aspecto carente de belleza de nuestro ser, nuestra actitud no debería ser negarlo, ocultarlo u olvidarlo; más bien canalizarlo hacia un lugar mejor”

JORGE BUCAY



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En un antiguo reino, nació una vez una princesa. Su madre, la reina, quedó maravillada al ver la belleza de la niña. Especialmente adorables les parecieron sus pequeñísimas y delicadas extremidades; sus piececitos, diminutos, con dedos que parecían botones rosados regordetes, y las pequeñas y suaves manos. Pero en cuanto tomó las manitas de la niña entre las suyas, notó algo que escapaba de la idea que tenía de la belleza y la armonía: el segundo dedo de la mano izquierda era unos milímetros más largo que lo esperados. Miró con detenimiento ambas manos y confirmó que “el defecto” solo estaba en la izquierda; la mano derecha era absoluta y totalmente “perfecta”, bella y armónica.





La reina llamó a médicos, magos y sabios del reino para preguntarles qué se debía hacer para solucionar el problema de la mano “deforme”. En realidad, ninguno de ellos veía deformidad alguna en la mano izquierda de la princesa, pero, ante la insistencia de la soberana y el temor a su ira, terminaron por aceptar que, si bien era cierto que ese dedo sobresalía demasiado entre los demás, afortunadamente estaba en la mano izquierda, que era la que menos se usaba, y pusieron todo el énfasis en que la mano derecha era un emblema de la hermosura.

Después de escucharles, la reina decidió, como solía hacer con todas las cosas que le molestaban, que aquella pequeña mano izquierda no pertenecía al cuerpecito armónico de su hermosa hija, y declaró para sus adentros, y en cualquier circunstancia, que la mano izquierda simplemente no existía. A partir de aquel momento, la ignoró por completo y para siempre.

A la hora del baño, la reina ponía especial cuidado en enjabonar la mano derecha de la niña, y luego limpiaba suavemente los cinco pequeños dedos, uno a uno, mientras la mano izquierda permanecía en la bañera, bajo el agua, olvidada. La reina solía llenar de besos a la princesa y se demoraba especialmente en la mano derecha, besándola y acariciándola; la izquierda no recibía ni un solo mimo. Las criadas cortaban con delicadeza las uñas de la criatura, pero tenían instrucciones precisas de ignorar las de la mano izquierda, que se iban quebrantando y deteriorando a medida que la princesa se golpeaba aquella mano inerte contra las columnas y los muebles del palacio, cada vez con menos conciencia de su existencia.

Cuando la niña fue un poco mayor, su madre le regaló una hermosa pulsera de oro adornada con rubíes y esmeraldas que ella misma colocó, por supuesto, en la muñeca derecha de la princesa. Con el tiempo, la joven se convirtió en una virtuosa de la cítara y el piano, en una soberbia costurera y bordadora. Todos aquellos que la contemplaban quedaban boquiabiertos  ante la gracia y precisión de sus movimientos sobre el teclado del piano, al ver cómo rasgaba las cuerdas de la cítara, cómo enhebraba el hilo, manejaba la aguja y sostenía la tela solo con su mano derecha, mientras la izquierda colgaba inmóvil al lado del cuerpo.

Un día, mientras la princesa cabalgaba por las tierras del reino, una tormenta la sorprendió lejos del palacio. El cielo se tornó gris de pronto y los truenos comenzaron a estallar. El caballo se encabritó, dio un brinco y, sorprendida  por el brusco movimiento, la princesa se vio obligada a soltar las riendas. El animal avanzaba desbocado y la princesa apenas conseguía esquivar las ramas de los árboles mientras trataba inútilmente de sujetar las riendas de nuevo. El caballo, espoleado por los truenos, emergió de entre los árboles y galopó ciegamente hacia un barranco. Poco después, ambos cayeron al vacío. En un reflejo automático, la princesa logró asirse a una gruesa raíz y detuvo la caída. No estaba lejos de la superficie del risco y había varias raíces más entre ella y el borde del acantilado. Sin embargo, no había ningún lugar donde apoyar sus pies; si su mano derecha soltaba la raíz, al no tener otro punto de sostén, caería sin remedio.



Y entonces surgió en ella un recuerdo que parecía venir de otra vida. El recuerdo de una parte de sí misma que había olvidado. El recuerdo de su mano izquierda. Con dificultad, llevó la atención primero a su brazo, luego a la palma de la mano y, por fin, a los dedos. Haciendo un esfuerzo de concentración, intentó cerrarla formando un puño. El dolor fue intenso. Los dedos apenas se movían y su piel se resquebrajaba en el intento, pero la joven perseveró.

Finalmente consiguió levantar su brazo hasta que la mano izquierda estuvo cerca de una raíz que sobresalía más arriba y cerró sus dedos alrededor de ella con toda la fuerza de la que aquellos músculos atrofiados fueron capaces. Con confianza, soltó la raíz que sujetaba con su mano derecha para agarrarse a una tercera. Tuvo que repetir esos movimientos un par de veces más, aunque cada vez era un poco más fácil que la anterior. Cuando llegó al borde del risco y trepó hasta estar a salvo, la princesa miró su mano, despreciada y olvidada, con amor y gratitud. No solo se dio cuenta de que existía, sino que además, apreció el punto de hermosura de aquella quebrada línea de simetría que le daba su dedo, largo y estilizado.


HISTORIA PERSA




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