Hoy vamos a ver un cuento de los
muchos que tiene Emilia Pardo Bazán. Por encuadrarla un poquito, decir que era
hija de una de las familias gallegas más pudientes de España: un conde, José Pardo
Bazán y Amalia de la Rúa. Fue
gracias a ésta última por quién empezó a
amar la escritura y la lectura, aprendiendo a escribir cuando contaba solamente
con nueve años de edad. Tuvo acceso a los libros gracias a la gran biblioteca
de su padre, siendo sus preferidos, según ella misma afirmó, La Biblia , La Ilíada y Don Quijote de la Mancha.
Con doce años ya empieza a
mostrar su rebeldía, y mientras reside en La Coruña , formándose con profesores privados, decide no seguir el
ritual de la educación femenina, negándose a asistir a clases de música y a
tocar el piano. A partir de aquí se dedicará en cuerpo y alma a la lectura .Por
hoy, nos quedamos aquí. Os dejo con uno de mis cuentos preferidos. Espero que
os guste. Hasta la semana que viene.
El amor asesinado
Nunca
podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel
tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.
Empezó
poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a
los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil,
tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó
bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y
por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía,
sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y
confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»
Entonces
Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con
cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con
rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y
noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a
mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el
rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas
dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva
que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del
tejado o por el agujero de la llave.
Furiosa,
hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de
atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y
picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y
envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el
día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa
la atmósfera sobresaturada de oxígeno.
Ya
fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado Amor, Eva comenzó
a pensar en la manera de librarse de él definitivamente, a toda costa, sin
reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era
a muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la victoria.
Eva se
conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz
y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y
zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de
seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre
seguro y traicioneramente, asesinándole.
Preparó
sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima,
atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de
embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la
emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre
guijas o cae suspirando en morisca fuente.
El
Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño,
impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.
Eva
le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle golosinas; le
arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vio calmarse recostando
en su pecho la cabeza, se preparó a estrangularle, apretándole la garganta con
rabia y brío.
Un
sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes.
¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor aquel! Sobre sus
mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de
oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña
aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo
aromático, igual y puro. Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas,
conservaban la languidez dichosa de los últimos instantes; y plegadas sobre su
cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos
arrancados. Eva notó ganas de llorar...
No
había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre...,
no cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos enérgicamente,
largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y
lúgubre exhalado por el Amor agonizante.
Al
fin, Eva soltó a la víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni se
rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi abuela.
Al
punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible,
extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que ascendía a su cerebro, y
como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola.
Comprendió lo que sucedía...
El
Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y
Eva, al asesinarle, se había suicidado.
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