“Me gusta tocar un libro, respirarlo, sentirlo, llevarlo. Es algo que un ordenador no ofrece”
Totalmente de acuerdo con él. No
soy demasiado amante de las tecnologías, aunque sé que son muy necesarias…
RAY BRADBURY nació en Illinois, Estados Unidos, el 22 de agosto de
1920. Se trata del autor de ciencia ficción por antonomasia. Era un amante de
los libros; se formó como escritor autodidacta, iniciando sus lecturas a muy temprana
edad. Destaca su novela Farenheit 451. En la próxima entrada nos centraremos más en su biografía. Ahora simplemente decir que sus cuentos son maravillosos; de hecho son material de lectura recomendado en muchos países, y especialmente en escuelas estadounidenses.
Vamos a ver uno de ellos. Espero que os guste, ¡a mí me
encanta!
Besos y hasta la semana que
viene.
Allá afuera en el agua helada,
lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la
niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros
de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y
yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que
miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre
nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones
de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes
arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
-Es una vida solitaria, pero uno
se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn.
-Sí -dije-. Afortunadamente, es
usted un buen conversador.
-Bueno, mañana irás a tierra
-agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.
-¿En qué piensa usted, McDunn,
cuando lo dejo solo?
-En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las
siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en
doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En
ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino
solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres
kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
-Los misterios del mar -dijo
McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo
de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es
raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la
superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como
temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja,
blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una
gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin
ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de
algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa en qué debe parecerles
una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del
faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca
volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y
grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
-Oh, hay tantas cosas en el mar
-McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo
el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados
submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras
sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá
abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con
trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a
dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola
de un cometa.
-Sí, es un mundo viejo.
-Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta
escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no
hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba
con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada
quince segundos.
-Es como la voz de un animal, ¿no
es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un
gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de
diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí,
estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres
meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn
estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro.
-¿Los cardúmenes de peces?
-No, otra cosa. No te lo dije
antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se
equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate
aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el
coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del
mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha
ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y
mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos
unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de
sus ideas sobre la sirena.
-Un día, hace muchos años, vino
un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo:
"Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos;
haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una
voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando
abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que
vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en
la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al
oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes
ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato
y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la
eternidad y la brevedad de la vida".
La sirena llamó.
-Imaginé esta historia -dijo
McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos
los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...
-Pero... -interrumpí.
-Chist... -ordenó McDunn-. ¡Allí!
-Señaló los abismos.
-Algo se acercaba al faro,
nadando.
Era una noche helada, como ya
dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y
llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro,
pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna,
aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la
torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una
burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío
salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un
cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce
metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo
entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el
cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el
monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero
algo dije.
-Calma, muchacho, calma -murmuró
McDunn.
-¡Es imposible! -exclamé.
-No, Johnny, nosotros somos
imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado.
Nosotros y la Tierra
cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con
una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su
alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo
reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco
que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El
silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome en la
barandilla de la escalera.
-¡Parece un dinosaurio!
-Sí, uno de la tribu.
-¡Pero murieron todos!
-No, se ocultaron en los abismos
del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una
verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una
palabra con toda la frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
-¿Qué haremos?
-¿Qué podemos hacer? Es nuestro
trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera
llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan
rápido.
-¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón
de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro
de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El
monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca
dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena.
Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches
frías. Eso era el sonido.
-¿Entiendes ahora -susurró
McDunn- por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de
cabeza.
-Todo el año, Johnny, ese
monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo
las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene
un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto?
Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco
años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la
sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas,
hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero
ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo
del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y
se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los
ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves
lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros.
Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el
horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente,
lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de
medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen
las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en
los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros
por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir
lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la
superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro.
Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí
está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del
mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya.
¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo... lo supe todo. En
solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón
de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los
cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los
continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de
alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena llamó.
-El año pasado -dijo McDunn-,
esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche.
Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día,
inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul
como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó.
Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas
posibles.
El monstruo estaba ahora a no más
de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz
caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo.
-Así es la vida -dijo McDunn-.
Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien
que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese
otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
-Veamos qué ocurre -dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un
silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el
cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes
ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo,
como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que
ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su
interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se
acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el
obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había
incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante
piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo
derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía
caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó
el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
-¡Abajo! -gritó.
La torre se balanceaba,
tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos
y casi caímos por la escalera.
-¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya
se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano
de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló
bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó.
Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo
más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
-Escucha -dijo McDunn en voz
baja-. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces
comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego
el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros,
de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo
jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La
criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el
monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra
vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero
oyendo el sonido, debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de
la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo.
Y así pasamos aquella noche.
A la tarde siguiente, cuando la
patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros
de la torre, el sol era tibio y amarillo.
-Se vino abajo, eso es todo -dijo
McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar
estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras
caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las
aguas desiertas golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un
nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito,
y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las
noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn,
era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.
-Por si acaso -dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en
noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas
grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por
minuto, allá en el mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido
a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue
a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre
criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va
por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver
el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena,
la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando
poder decir algo.
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